Mal de altura

Jon Krakauer es un periodista americano muy aficionado al montañismo, al que una revista de escalada le propuso en marzo de 1995 escribir un articulo sobre la comercialización de la ascensión al Everest.

Como en todos los trabajos interesantes, las condiciones laborales eran bastante precarias. La revista dio a Jon 5 días para decidir si aceptaba o no el encargo ─que hubiera supuesto un viaje de unos tres meses al Himalaya en una expedición que partía de inmediato. Qué tiempos para el periodismo en que un reportero podía pensarse si aceptar o no una propuesta así, con todos los gastos pagados por parte de la revista.

Si Jon rehusó la oferta no fue porque no le tentara, sino por el hecho de que era un periodista especializado de verdad. Hasta el punto de que la idea de ir al campamento base, situado a 5.400 metros de altura y contar desde allí cómo un grupo de ricachones se planteaba subir al techo del mundo, con sus 8.848 metros, le parecía insuficiente. Su rechazo sin embargo vino acompañado de una alternativa aún más ambiciosa: contaría esa historia el año que viene ─tras la necesaria preparación física─ si la revista, en lugar de pagarle los gastos para ir al Himalaya, subía un poco la apuesta y le inscribía como uno más de esos millonarios. Jon subiría el Everest con los demás y podría contarlo todo en primerísima persona.

La revista hizo sus cuentas: algo así se salía totalmente de presupuesto (inscribirse con una de las agencias que ayudaban a subir al Everest era un gasto de 65.000 dólares, aparte de los necesarios desplazamientos, seguros, permisos y equipamientos). No obstante estamos hablando de los años 90, mucho antes de la época de Internet en que se pasaría a pagar 30 euros por artículo publicado. La revista dijo que algo así se salía totalmente de su presupuesto, pero que lo intentarían.

Jon tenía una buena papeleta en casa. Su mujer también era una seria aficionada al montañismo, lo suficiente como para entender los riesgos. Una de cada cuatro personas que habían subido al Everest había acabado muerta. El periodista no estaba en la mejor forma física. Como tantos otros montañeros, su pasión por el deporte estaba limitada por su presupuesto. Quizás había escalado montañas de una dificultad técnica muy superior, pero los medios económicos siempre lo habían mantenido alejado del Himalaya y sus grandes cumbres. Distanciado por necesidad, era uno de los que echaba pestes del Everest, hasta que el mundo le puso una oportunidad en bandeja: y sin pensarlo mucho, aceptó de inmediato la propuesta.

Así es como comienza el libro ‘Mal de altura’ de Jon Krakauer. Lo que no cuenta la introducción del libro, y lo que lo hace aún más fascinante, es que en 1995, mientras se preparaba para la expedición al Everest, estaba escribiendo su primer libro: Into the Wild (Hacia rutas salvajes) que se convertiría en un éxito de ventas y del que años más tarde se haría una también famosa versión cinematográfica. Dicho libro, basado en hechos reales, cuenta la historia de un chico joven de clase acomodada que decide comenzar un viaje en solitario y sin contar nada a nadie, sin un plan claro hacia Alaska, con el fin de conocerse a si mismo.

Pero volviendo al libro del que yo había venido a hablar, imaginaos la situación. El periodista partía en marzo de 1996 hacia el Everest, una montaña a la que solo se puede subir en unas fechas muy específicas por cuestiones de climatología ─en su caso con una coronación prevista para comienzos de mayo. Según lo que he podido averiguar, el libro fue publicado en enero de 1996 ─una fecha terrible para publicar un libro, alejada de la Navidad u otras fechas donde la gente compra más libros. Imaginaos la sorpresa del autor al encontrarse con que el libro se convierte en un superventas. Y en lugar de recrearse en la promoción o el éxito, no tiene otra sino que marcharse, en el mejor momento de su vida, al Everest, a una expedición donde el 25% de la gente, acababa muriendo. Igual ese porcentaje no os dice nada, pero imaginad, la próxima vez que subáis a un ascensor, que uno de los que estáis en él, va a terminar falleciendo en un mes. Sí: podrías ser tú.

Entonces, ahora sí volvemos a Mal de altura. Tenemos a un escritor de éxito, que sabe contar historias. Tenemos una historia real y como último giro de tuerca el destino nos brinda el ingrediente que falta: una tragedia extraordinaria que destrozaría la estadística de ‘un muerto cada cuatro personas’.

Era el 10 de mayo de 1996, a primera hora de la tarde. Hacía cincuenta y siete horas que no dormía. La única comida que había sido capaz de tragar en los tres días precedentes era un bol de sopa de ramen y un puñado de cacahuetes. Semanas tosiendo con violencia me habían dejado dos costillas separadas que convertían en un tormento el mero hecho de respirar. A 8.848 metros, en la troposfera, me llegaba tan poco oxígeno al cerebro que mi capacidad mental era como la de un niño retrasado. En aquellas circunstancias, poca cosa podía sentir a excepción de frío y cansancio.

La escalada al Everest es muy diferente a cualquier otra montaña. De un lado, es la más deseada de todas, por lo que representa. Por otro, es una de las más fáciles, por el negocio que se ha creado en torno a ella.

Puede decirse que básicamente hay una cuerda que va desde el Campo Base [5.400 metros] hasta la cima [8.800 metros]”, según un guía veterano.

El negocio del Everest surgió justo cuando Jon Krakauer se unió a una expedición para escribir su artículo. Más de 20 años han pasado de aquello y hoy en día su escalada es una empresa totalmente establecida, con docenas de empresas diferentes que compiten entre sí en precios y servicios. El coste de la ascensión se mueve entre los 30.000 y los 120.000 dólares, dependiendo de las condiciones.

Todo esto ha multiplicado la asistencia de escaladores, más o menos preparados. Hoy en día se ha triplicado el número de personas que consiguen subir a la cima, comparado con el de aquellos que lo hacían en los 90.

Como contaba el periodista de National Geographic que hizo la fotografía de más arriba, el problema hoy en día se que hay tanta gente que sube que puede darse el caso de que no puedas pisar la cima porque literalmente no hay sitio donde poner el pie, de tantos escaladores que suben cada día ─sólo puede subirse una serie muy limitada de días al año.

Desde que Tenzing Norgay y Edmund Hillary lo ascendieran en 1953, hasta 4.000 personas han llegado a la cima del Everest. Es una cifra de locura. El Caminito del Rey, una famosísima ruta escénica de montaña en Málaga ─que posiblemente pueda realizarse hasta en silla de ruedas─ apenas si consigue ese número de visitantes en una semana. Y aunque la comparación suene paradójica la idea es mostrar que estamos hablando de cifras de turismo casi masivo.

En 1996 apenas si estaban comenzando todos estos problemas. Krakauer cuenta a la perfección cuáles eran las verdaderas dificultades. Como la muy acertada traducción española ─por una vez mejor que el título original de Into Thin Air─ el verdadero protagonista de la subida al Everest es la enfermedad. Las poblaciones previas a la escalada en solitario son unas auténticas cochiqueras donde los montañeros contraían todo tipo de enfermedades: gastroenteritis más o menos agudas y problemas respiratorios. En esas condiciones, tenían que afrontar semanas de escalada, sin terminar de curar sus enfermedades y con un extraño protagonista: el mal de altura.

Conforme se sube más y más, los niveles de oxígeno en el aire se van contrayendo hasta valores que son totalmente insalubres. Bajo esas condiciones, el cuerpo vive en estado de total emergencia. Aparecen enfermedades mortales como el edema pulmonar y el edema cerebral. Y cuando se cruza la raya, aparecen las congelaciones de dedos, que acabarán teniendo que amputarse. La ausencia de oxígeno además afecta a cada persona de una forma diferente. En general hay un cansancio absoluto, no se puede dormir bien, la comida no se digiere y la inteligencia está muy mermada (‘mi capacidad mental era como la de un niño retrasado’).

En los últimos tramos de la escalada, todos los miembros del equipo se encuentran con la peor versión posible de sus compañeros: personas que dejan de razonar, que toman decisiones propias de drogadictos, afectadas por la ausencia de oxígeno en uno de los lugares más peligrosos del mundo. Para Krakauer uno de los hechos más traumáticos de su narración en primera persona es la total incertidumbre sobre lo que cuenta del día en que llegó a la cumbre. Sus capacidades sensoriales y su memoria estaban tan dañadas que no es capaz de trazar la línea entre ficción y realidad, viéndose obligado a contar una versión de consenso tras entrevistar al resto de participantes en su traumática expedición.

A diferencia de otros libros que os he destrozado, en este no voy a daros la oportunidad. Es uno de los mejores libros que vais a poder leer en vuestra vida, y si lo dejáis pasar, aparte de tener una vida mucho menos interesante, se os congelarán un par de dedos de los pies.