La crisis del Covid

Vengo de terminar el libro de Alex Berenson Pandemia: How Coronavirus Hysteria Took Over Our Government, Rights, and Lives, que trata sobre la pandemia del Covid-19 y las medidas que tomamos en aquel entonces.

La pandemia del Covid-19, que tomaría el mundo occidental en marzo de 2020 pasó de ocupar el centro de todas nuestras vidas a ser ignorada por completo. La mayoría de las personas la asocian con un mal sueño y una época peculiar en que se agotaba el papel higiénico y trabajábamos desde casa.

A mi sin embargo me fascinó el cambio de mentalidad y la amnesia colectiva. Como en todas las crisis, la memoria nos juega malas pasadas y acaba simplificando el relato hasta convertirlo en un cuento para bebés. La crisis del 2008, que golpearía especialmente a España, se resume entonces en que fue “una crisis que provocaron los bancos con su codicia”. La crisis del Covid va camino de una simplificación aún mayor.

Así, me puse a buscar en Amazon libros sobre la pandemia. Habiendo pasado ya bastante tiempo, me imaginaba que encontraría algo con cierta perspectiva o calidad histórica. Pero no fue así. Hay muy poco escrito al respecto, y lo único razonable fue ese libro de Alex Berenson.

Reconocido negacionista/terraplanista/anti científico/facha, Alex Berenson es un antiguo periodista del New York Times que ha publicado varios libros con mayor o menor éxito. Curiosamente su obra anterior trata sobre los peligros de la legalización de la marihuana por sus vínculos con enfermedades mentales. Durante los inicios del Covid se haría bastante famoso en Twitter (antes de leer el libro no lo conocía) y sortearía la censura de los verificadores gracias a simplemente publicar estudios científicos o resaltar contradicciones de los gobernantes acerca de la enfermedad. Un negacionista de los peores, pues se mantenía en el terreno de la verdad.

¿Por qué revisitar el Covid ahora? La respuesta me parece simple. ¿De qué nos sirve leer libros sobre la II Guerra Mundial o sobre la Guerra Civil española si algo que hemos vivido en propia persona, hace apenas 3 años, ya casi lo hemos olvidado? Y si no, tenemos una memoria totalmente equivocada de cómo ocurrieron realmente las cosas.

El Covid es uno de los pocos eventos históricos recientes que hemos vivido y ya se difumina en nuestra mente como una breve época entre unos confinamientos de dos semanas y una crisis que duró unos pocos meses. Permite ver hasta qué punto somos impermeables ante la realidad y como la tiranía de la noticia instantánea, urgente durante apenas 24 horas, nos anula el contexto de lo que nos sucede.

Un punto muy importante a considerar es que la crisis del Covid es la detonante de todas las futuras crisis por llegar. Los Estados se endeudaron para hacer frente a los gastos. España pasó de una deuda pública en el entorno del 95% a una al 120%. La diferencia no es numérica, sino de grado, pasando de una deuda muy alta, a una inasumible. En países como Estados Unidos, el incremento fue similar. Básicamente todos miraron al vecino y copiaron su reacción. Italia o Francia están igual que España así qué, ¿de qué preocuparnos?

La desquiciada solución al problema: imprimir dinero para pagar todos los gastos desembocó en la crisis de inflación que aún vivimos. Torpemente se le echó la culpa ‘a Putin’, pero la causa original no es otra que el exceso de liquidez inyectado al sistema durante la crisis del coronavirus.

Otra crisis anexa fue la de la democracia. Los gobiernos se volvieron mucho más democráticos tomando medidas dictatoriales ‘por el bien de todos’ y encantados de experimentar cómo los ciudadanos las acataban cuando no las alababan. Después de la crisis se demostró que podrían hacer lo que quisieran con los ciudadanos, en tanto en cuanto pudieran darle una imagen de modernez y solidaridad. Bastaba con tener contenta a la masa, que se erigiría como una suerte de policía de balcones, de redes sociales, de la moral. Ya no hay vuelta atrás ante eso.

Y entonces, ¿Qué fue la pandemia del Covid-19? Mirando retrospectivamente, una crisis ante la que sobre reaccionamos de una manera absolutamente patológica. La forma en que afrontamos la crisis la convirtió en una aún mayor.

Basta ver el ejemplo de los países más pobres. Sin una red que los protegiera ante una crisis de estas medidas, sin una sanidad pública decente, sin coberturas de desempleo, optaron por lo único que podían permitirse: no hacer casi nada. Por eso no nos llegaban noticias traumáticas de casos en Egipto, en Nigeria, en Bangladesh. La gente se seguía muriendo en un parto, por una enfermedad común, en una accidente laboral, como casi siempre. Algunos países con poblaciones altísimas mostraban un volumen de muertes y casos altos, pero no eran nada comparados con los países occidentales. Su situación económica era tan mala, que no podían permitirse preocuparse por el mundo, de la misma forma que un prisionero en el corredor de la muerte no pasa ni una noche del resto de su vida con pesadillas sobre el cambio climático.

¿Y por qué sobre reaccionamos tanto? El libro de Berenson aporta alguna luz al respeto, en un proceso interesante y que seguramente ninguno de nosotros ha pensado.

Los políticos tomaban sus medidas basados en los estudios de expertos (o comités de expertos que podían o no existir). Ahora bien, antes del covid-19, ser experto en pandemias era una de las mejores profesiones del mundo. Básicamente tenías que dar mensajes alarmistas y planes de acción que no serían implementados nunca. Durante décadas, se dedicaron a diseñar protocolos, ideas y medidas que no tenían ninguna aplicación práctica (gracias a Dios). Entre esos protocolos, figuraba la idea de los confinamientos. Ni qué decir tiene, algo tan drástico no había sido empleado nunca antes y los análisis al respecto eran muy teóricos y especulativos, válidos (o igualmente inválidos) para cualquier tipo de enfermedad.

Así, cuando los políticos convocaron a sus asesores, se encontraron con las medidas teóricas que se habían venido sugiriendo: confinamientos. Los políticos, que al menos tienen un contacto más directo con la realidad que los científicos, sabían que algo así no podría implementarse sin un enorme rechazo social. La única solución para promocionar una medida tan extrema era multiplicar el miedo hacia la enfermedad.

Por eso pasamos de “algo parecido a una gripe” a una enfermedad en que la gente se volvía negra, se deplomaba por la calle como zombies, atacaba a todo el mundo y les llevaba a una muerte horrible. La dramatización extrema funcionó y la gente aceptó cándidamente la medida.

El giro inesperado llegaría después: la gente estaba encantada con los confinamientos. La aprobación de los políticos que los convocaron se disparó por las nubes. Cuanto más extremo era un político al respeto, mejor resultado tuvo. Y claro, ya no había vuelta atrás: en cuanto la clase política vio que la gente quería eso, se volcaron en dárselo.

Como en ese mítico anuncio, en que los padres se vuelven locos tratando de encontrar un buen regalo para su hijo y luego se sorprenden al ver que lo que siempre había querido era simplemente un palo. Así, los políticos, con sus medidas populistas, absurdas y de cara a la galería se fascinaban ante el hecho de que lo único que la gente quería era menos libertad, cuanta menos, mejor.

La última pieza del puzzle la pondrían los medios de comunicación: en una mitad subvencionados con un catéter conectado a la Publicidad Institucional, en la otra alimentados a base de click bait, noticia sensacionalista y sin dejar que la verdad les estropeara una buena noticia, se dedicaron a propagar los peligros con su ventilador mediático.

Así, lo sorprendente del terror es que iba a ser provocado sólo para permitir los confinamientos. Pero en cuanto se supo que la gente lo que quería era miedo, nos sirvieron litros y litros hasta que ya no pudimos más con él.

Los políticos que trababan de minimizar los riesgos, como Donald Trump, eran ridiculizados, los que los exageraban, disparaban su aceptación. Es por ello que Argentina, un país de grandes recursos naturales, conseguiría el nada honroso mérito de tener el confinamiento más largo de todo el mundo. Países como Nueva Zelanda se aislaron del mundo y mostraban cómo una mujer presidenta podía dirigir mejor que nadie (luego lograría una reelección con la mayor ventaja jamás conseguida por su partido en toda la historia). En realidad la fórmula del éxito era sencilla: cuanto más extremas fueran las medidas, mejor.

¿Y por qué los confinamientos? La idea con los mismos era evitar que los hospitales se colapsaran. Paradójicamente, pocos hospitales lo hicieron. Llegaron a niveles de carga altísima pero nada más. Esta fue una constante por casi todo el mundo. En España se construyeron decenas de hospitales de campaña que luego apenas tendrían pacientes. En Madrid, El hospital Zendal, creado para la pandemia, sería luego ridiculizado por la misma gente que exigía medidas más extremas ante la pandemia.

Un punto interesante sobre la pandemia es ¿si pudieras viajar atrás en el tiempo, qué cambiarías? Los que hayan perdido a un familiar querido con la enfermedad, se sorprenderán reconociendo que, quitando la idea de comprar acciones de Tesla o Bitcoins, no se les ocurre nada que podría haber evitado lo inevitable. A pesar de estar durante meses en una continua sobredosis informativa, aún hoy en día la gente lo desconoce casi todo sobre la enfermedad, sobre su prevención o su cura.

Al menos uno debería evitar la enfermedad en los primeros meses desde enero a abril de 2020, la idea detrás de los encierros. Un dato poco conocido ( o no aireado lo suficiente) es que muchos tratamientos médicos al inicio de la pandemia fueron muy ineficientes. Desde el principio se asoció la idea de dejar a los pacientes más graves con un respirador y la demanda de estos aparatos estuvo totalmente desatada. Se hablaban de camas de hospital necesarias y de respiradores. Los países se robaban los unos a los otros cargamentos de estos aparatos médicos.

Dejar a los pacientes con los respiradores tenía una ventaja bastante macabra: un paciente en un respirador no se pasa el día tosiendo y llenando de gérmenes el ambiente. La medida tal vez no fuera la mejor para los pacientes, pero sin lugar a duda lo era para los sanitarios, que se deshacían de una posible fuente de contagio. Entre los aplausos a las ocho a los héroes de la Sanidad y los insoportables Tiktoks con coreografías desde el corredor de la muerte, muchos médicos y enfermeros se enfrentaban por primera vez a algo que ponía a prueba su vocación. Muchos optarían por alargar bajas laborales, o inventárselas. Otros por cancelar sus contratos o no aceptar plazas en la primera línea de atención al coronavirus. Conocedores de primera mano del tipo de tratamiento que estaban dando a los enfermos, eran los primeros interesados en no tener que pasar por una hospitalización.

Así, el tratamiento con respiradores poco a poco se iría eliminando, sin dar mucha información al respecto. La obsesión por alimentar el miedo continuo a la enfermedad ocultaría la relativa simplicidad de la misma: sólo atacaba seriamente (salvo contadas excepciones) a personas con mucha edad, mucho más a los hombres que a las mujeres, a personas con sobrepeso y con enfermedades previas graves como la diabetes o pulmonares.

La mortalidad de la enfermedad siempre fue mucho más baja de lo que los medios mostraron (sobre todo al principio). Se hablaba mucho del 1% (que es el típico número bajo como para que nadie lo discuta, pero alto como para mostrar que el riesgo es real) pero simplemente con un poco de rigor se llegaba más bien a algo entre el 0,3% y el 0,2%. Es decir, hasta 5 veces menos.

Las muertes de personas jóvenes se mostraban en grandes titulares. Lo que no se mostraba tanto es que en los contados casos en que esto ocurría, eran personas con otras patologías, o que directamente morían con Covid-19 (que no de Covid-19). Incluso algunos casos de suicidio o sobredosis fueron asociados con la enfermedad, simplemente porque resultaba mediáticamente conveniente.

Así, algo tan sencillo como que los únicos que realmente deberían preocuparse por la enfermedad eran las personas mayores, no pudo decirse durante la mayor parte de la pandemia. Pronto se giró hacia que una persona de menor edad podía acabar contagiando a un mayor, y que por esa responsabilidad, debía evitar contagiarse.

Del mismo modo en que se tomaron algunas medidas desacertadas con los tratamientos de la enfermedad, las medidas educativas fueron planeadas no pensando en los alumnos que las sufrirían, sino en los propios profesores. Las mascarillas en clase, las lecciones online obligatorias, fueron provocadas por los sindicatos de profesores que estaban a un paso de negarse a volver a las aulas. Su fuerza de presión se midió en las restricciones conseguidas. En algunos países, no se continuaron las clases presenciales en casi un año. En otros se reanudaron pero con medidas extremas que convirtieron la experiencia educativa en una auténtica pesadilla, gasolina para futuras generaciones de psicólogos y psiquiatras.

En perspectiva sin embargo, las personas mayores lo tuvieron muy complicado para evitar la enfermedad. Los casos más peligrosos, las personas muy mayores, a veces estaban ya en hospitales o residencias de ancianos, lugares que jamás estuvieron libres de infecciones. Las visitas al centro de salud para renovar pastillas o recibir otros tratamientos eran la verdadera ruleta rusa donde contraer la enfermedad. Las únicas medidas que podían haber funcionado eran a nivel individual: aislando los hijos a sus mayores. Tener a toda la población encerrada en sus casas era una medida excesiva, que sólo aplicaba el refrán de mal de muchos, consuelo de tontos.

Así, los confinamientos y las restricciones se iniciaron para aplanar la curva y evitar que los hospitales se desbordaran. Luego, cuando se vio que esto no iba a suceder, para disminuir las muertes. Luego para disminuir los casos. En el pico de la histeria colectiva se empezó a fantasear con la idea de llegar a los cero casos (algo que ni China, con unas medidas distópicas, era capaz de lograr). Luego llegarían las vacunas y alargaríamos la histeria un poco más. Primero, hasta que todo el mundo estuviera vacunado, luego hasta que todos tuvieran la segunda dosis. Luego se pondría el foco en los pocos no vacunados (un número irrisorio en países de ovejas como España) que serían los causantes de todos los males: ellos serían super trasmisores de la enfermedad (en especial, los niños) y los responsables últimos de que la enfermedad no terminara. Luego había que esperar a las dosis de refuerzo, luego llegaría el pasaporte covid, para evitar que los no vacunados pudieran hacer vida normal (nadie los obligó a vacunarse).

Nunca me quedó claro en qué momento se acabó con la narrativa del miedo. Tal vez fue al ver que llegar a una cuarta dosis de la vacuna ya era demasiado, al hartazgo de la gente sobre el mismo tema. La enfermedad nunca desapareció. Las vacunas no acabaron del todo con ella. Tal vez ya se murió toda la gente que se tenía que morir. El caso es que al unísono, la dejamos atrás de una forma más psicológica que física.

Así, las medidas que tomamos no fueron dictada ni por expertos ni por políticos, sino por nosotros mismos. Nos sirvieron dos semanas de confinamiento y pedimos cinco minutitos más, luego otras dos más, y luego ya una más para acabar de redondear.

Las absurdas mascarillas en exteriores (y en gimnasios) se eternizaron por el simple hecho de que es lo que la gente demandaba. Las vacunas, las dosis, se extendieron a niños (una auténtica aberración) y a embarazadas. Hubo gente que manipuló documentos para ponerse más dosis de las que les correspondían.

Y entonces, qué conclusión saco de la crisis del Covid-19. Que básicamente vivimos en una sociedad que se va a dejar llevar por miedo ante cualquier problema. Es una sociedad infantilizada y tendrá reacciones inmaduras. Europa, enfrentada ante los problemas demográficos, para pagar las pensiones y mantener sus valores y cultura, no hará nada razonable para afrontar sus desafíos. Simplemente seguirá dando bandazos, respondiendo con gestos, imprimiendo dinero. Y no es porque tengamos pésimos políticos (que los tenemos) sino porque esos son los que demandamos tener.

La crisis del Covid-19, a diferencia de otras enfermedades, prácticamente dejó sin tocar a los jóvenes, que con gran sorpresa se veían obligados a cambiar toda su vida ─apuntados con el revólver de la solidaridad─ ante un problema que no les afectaba.

Ya mentalmente deteriorados por la absoluta falta de privacidad, la máquina de destruir cerebros que son los mini vídeos de las redes sociales, la ausencia de relaciones íntimas para un enorme porcentaje y la soledad en un mundo de amigos virtuales, la pandemia les enseñaría, ya fuera con clases presenciales o virtuales, que no son importantes para la sociedad.

Pasar años fundamentales de tu formación emocional y personal con una mascarilla, sin salir de fiesta, aprendiendo online en clases desestructuradas, sin mirar a los ojos a otras personas, causará daños irreversibles a muchas generaciones. Los jóvenes han vivido el desprecio de la sociedad que los trataba peor que a los negacionistas: supertrasmisores de las enfermedades, se recomendaba que se los sentara en las cenas familiares en una mesa aparte, como si fueran del servicio. Detrás de la muerte de cada persona mayor por covid a través de una elaborada cadena de contagios, hay un joven irresponsable que sólo se preocupaba por vivir. La única esperanza de una lección positiva es que estos jóvenes hayan aprendido algo, y cuando ellos ocupen nuestro lugar, lo hagan mejor que nosotros. Lo veo poco probable, y más con la sobredosis de inseguridad, esquizofrenia y aislamiento que les hemos brindado. Pero quien sabe, espero estar equivocado.

Algunas frases resaltadas del libro:

En todo el mundo, probablemente mata alrededor del 0,1 o el 0,15 por ciento de las personas que infecta. En otras palabras, aproximadamente 999 de cada 1.000 personas que la contraen sobrevivirán. Ese hecho es la verdad no declarada más fundamental sobre el coronavirus. Simplemente es mucho menos mortal de lo que la mayoría de la gente cree.

En Minnesota, la edad promedio de las 1.000 muertes por COVID es casi 84 años.

Han muerto más personas mayores de 100 años que menores de 50 años. En todo el mundo, es casi seguro que han muerto más personas mayores de 100 años que menores de 30 por SARS-COV-2.

Se han pospuesto millones de cirugías “electivas” en todo el mundo, lo que ha provocado una miseria indescriptible para los pacientes que sufren de dolor crónico, problemas en las articulaciones y otras dolencias, e incluso la muerte en los casos de personas que necesitan cirugía cardíaca o atención oncológica.

Porque nuestra respuesta al coronavirus es el peor error de política pública en todo el mundo en al menos un siglo, desde la Primera Guerra Mundial, cuando los líderes europeos enviaron a millones de jóvenes a la tumba por razones que ni siquiera podían explicar.

Ésta es la verdadera historia de la pandemia: una parte de pandemia, cinco partes de histeria.

La respuesta fue un ejemplo temprano de lo que se convirtió en un tema importante en la cobertura del coronavirus: los esfuerzos abiertos de los medios por avergonzar a cualquiera que pareciera no tomarse la epidemia lo suficientemente en serio, especialmente a los jóvenes.

Amenaza percibida: un número sustancial de personas todavía no se sienten suficientemente amenazadas personalmente; podría ser que se sientan tranquilos por la baja tasa de mortalidad en su grupo demográfico…. Es necesario aumentar el nivel percibido de amenaza personal entre aquellos que son complacientes, utilizando mensajes emocionales contundentes. [énfasis en el original]

Si bien su riesgo percibido disminuyó ligeramente con el tiempo, se mantuvo en alrededor del 12 por ciento hasta que finalizó la encuesta en junio de 2021. Las mujeres, que tenían menos probabilidades de morir que los hombres, creían que su riesgo era mayor. (la gente pensaba que tenía un 12% de probabilidades de morir por la enfermedad, cuando el % real está en no más del 0.3%).

Lo peor de todo es que a principios de abril de 2020 teníamos pruebas sólidas de que el coronavirus esencialmente no se propagaba al aire libre y, por lo tanto, obligar a la gente a permanecer en casa no sólo era inútil sino contraproducente. En mayo de 2021, incluso el New York Times reconoció: “No hay una sola infección por Covid documentada en ningún lugar del mundo por interacciones causales al aire libre, como pasar junto a alguien en la calle o comer en una mesa cercana”.

La regla llevó a absurdos. Algunos estados, como Arizona, al menos intentaron asegurarse de descartar a las víctimas de suicidio, homicidio o sobredosis de drogas que habían tenido pruebas positivas de Covid. Otros estados incluyeron incluso a aquellas en su recuento de muertes por Covid. Los CDC informaron en un artículo de marzo de 2021 que las personas más jóvenes eran especialmente propensas a ser clasificadas erróneamente como fallecidas por Covid.

En septiembre de 2020, Service Corporation International, el mayor operador de funerarias estadounidense, informó que, en cualquier caso, alrededor de un tercio de todos los funerales de personas que habían muerto a causa de Covid se habrían producido en 2020. Otro tercio o más habría ocurrido en 2021, dijo la compañía.

Además, parte del aumento de 2020 provino de muertes causadas por los confinamientos. Las muertes por desesperación surgieron. El aumento de las sobredosis fue el ejemplo más evidente. El número de estadounidenses que murieron por sobredosis aumentó en al menos veinte mil en 2020, hasta casi cien mil, el total más alto jamás registrado. También aumentaron los homicidios y las muertes por accidentes de tránsito. Otras muertes ocurrieron cuando las personas retrasaron la atención médica porque temían ir a los hospitales y contraer el virus, aunque son mucho más difíciles de cuantificar.

Pero la gripe era relativamente más peligrosa para los niños y adolescentes que el Sars-Cov-2. Un artículo en The Lancet sugeriría más tarde que en los grandes países de Europa occidental, aproximadamente uno de cada millón de adolescentes había muerto a causa del coronavirus hasta febrero de 2021, todos el primer año de la epidemia.

Cuatro estudios individuales de Brunei, Guangzhou China, Taiwán China y la República de Corea encontraron que entre el 0% y el 2,2% de las personas con infección asintomática infectaron a alguien más.

Con el tiempo llegué a creer que una explicación puramente psicológica era la única respuesta que tenía sentido. Las máscaras eran inútiles como protección, pero las autoridades de salud pública las necesitaban como significante. Verlos en otras personas daba miedo, un recordatorio del peligro del coronavirus. Mi máscara te asusta. Tu máscara me asusta.

Para muchas personas, el fin del uso universal de mascarillas marcó el fin de la pandemia.

Las muertes relacionadas con el alcohol en Gran Bretaña se dispararon un 20 por ciento en 2020.

Se trataba de una contabilidad de partida única, que contemplaba únicamente los activos y no los pasivos. Sólo tuvo en cuenta las vidas que las cuarentenas podrían salvar y no las que podrían costar.