Cada vez que veo una crisis humanitaria que provoca el envío de ayuda humanitaria de todos los países del mundo, no puedo evitar el pensar en la comida de la Cruz Roja.
Nunca me preocupé de saber si era comida que sobraba de lo que iban a ser envíos a países necesitados – me imagino que si hay mil kilos de comida y en el avión caben novecientos pues sólo enviarán esos novecientos y los otros cien se quedarán en tierra. O si era un cupo de ayuda para los pobres de España, que también los hay. El caso es que había una época del año en que en mi casa se hablaba mucho y bien de la comida de la Cruz Roja.
Tampoco sé cómo se enteraban mis padres, pero cuando se había dado la voz de alarma toda la gente de mi bloque se disponía para acoger la buena nueva: el reparto de la comida de la Cruz Roja.
Me consta que con el tiempo la cosa se hizo más y más anárquica. Hoy en día mi madre cuenta que ya no recoge comida de la Cruz Roja porque como no tienen coche, tendrían que trasportarla en taxi, y podía resultar más caro el remedio que sufrir la enfermedad.
Mi familia era pobre, en alguna época de solemnidad, pero tampoco tan pobre como para pasar hambre, no ir al cine o tener para comprar algún CD de música original de vez en cuando. Entre mis vecinos había de todo, el dinero negro convierte a cualquiera en pobre sobre el papel, aunque muchos sí que lo eran. No había desvergüenza de ningún tipo, como en un buffet, era coger tanta comida como se pudiera trasportar. A nadie le daba ningún reparo en pelear, como en las imágenes de Somalia o Afganistán, por un paquete de comida que, a lo sumo, costará un par de euros. El sistema de reparto trataba de ser organizado pero derivaba en batalla campal, y los encargados se quitaban el género de encima tan pronto como podían para evitar mayores problemas.
Mi madre, apóstol del mandamiento del pobre: Reventar antes que sobre trataba de aprovechar cualquier alimento. La mayoría eran productos imperecederos, como la pasta o las legumbres. Pero también habían tetrabricks de natillas – producto que no he visto jamás en un supermercado – y la mítica leche en polvo. Leche en polvo, producto propio de la posguerra, siendo consumida después del ingreso de España en la Unión Europea. Hasta donde alcanzo a ver, la leche en polvo, aún en manos del mejor cocinero del mundo, no puede alcanzar un sabor parecido al de la leche. En nuestro caso además, nos tocaba beber un producto mal mezclado, con grumos y tibio. Toda una experiencia repugnante.
La leche en que bien se mojaban los mismos paquetitos de galletas que ves cómo dan a los inmigrantes recién llegados a Canarias. Si coincidía que estabas viendo la televisión al mismo tiempo que comías alguno de estos productos, cuando daban noticias de repartos de alimentos, o de catástrofes, o hambrunas, te sentías como formando parte de la noticia, en una suerte de efecto polvo Royal.
De entre todos los productos, el rey era el embutido. Grueso como el brazo de un albañil nigeriano, creo que eran chorizos y salchichones de a kilo. Aquello no había forma de cortarlo sin que te salieran rebanadas del tamaño de una hamburguesa. No había forma de darle salida al producto. Mi madre probó toda suerte de artimañas para provocar que lo comiéramos: dejó de comprar otros embutidos; prohibió determinadas comidas. Pero aquello es que era incomible. Aunque mejor hubiera sido intentarlo, porque al final optó por meter las lonchas en los potajes. Pocos recuerdos más asquerosos que el de una gigantesca loncha de salchichón, emergiendo de un plato de lentejas, me quedan de mi juventud. Me imagino que ante una situación asín, Esaú no habría renunciado a su primogenitura tan fácilmente. No sé hasta qué punto tendré lectores con inquietudes culinarias, pero aviso: la combinación de salchichón con legumbres es de las peores posibles.
Algunas veces, cuando veo a los niños rumanos, pidiendo por las calles, sin ningún tipo de vergüenza ni de necesidad, veo algún parecido entre esa actitud y la de mi familia y vecinos, que cogían la comida humanitaria sin ningún reparo, sin tratar de aparentar suficiencia económica. Cuando no se tiene comida, es porque no se tiene para nada. Y cuando se baja ese escalón de la dignidad, bien se pueden bajar algunos más.
Afortunadamente para mí, el dinero para algunos CD de música y las bibliotecas públicas me salvaron el pescuezo.
Desgarrador y cómico a la vez.
Reny Picot tiene natillas en tetra-brick con un sabor muy logrado, pero con una textura bastante ‘mucosa’.
Me encanta leer tus comentarios, son siempre a la vez cómicos, interesantes, analíticos y con una visión única de la realidad. Enhorabuena!
hay en otros sitios q la comida de cruz roja no llega a los hogares adecuados… y ahí tampoco hay organización.
Nunca hemos hecho eso con la comida (teníamos otros métodos para conseguirla gratis), pero sí con la ropa. Para que luego digan que hallarse en el tercio inferior de la escala social no puede ser divertido. Esos recuerdos agridulces tienen más valor que la –hasta cierto punto banal– existencia del niño actual, en su ambiente hiperconsumista de regalos caros cuya ilusión desaparece a la semana de uso.
Sin tener nada que ver con el tema,me gusta mucho cómo escribes y no me canso de “leerte”.
Sin tener nada que ver con el tema,me gusta mucho cómo escribes y no me canso de “leerte”.