Me he comprado un piso

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Me he comprado un piso a finales del 2014 porque creo que era el momento idóneo para hacerlo. Ni porque haya llegado a cierta edad, ni porque vayamos a ampliar la familia, ni porque se me quede pequeña la casa. Ha sido una decisión puramente económica.

Llegados a este punto de la burbuja inmobiliaria, la idea de comprarme un piso me resultaba desagradable. Viviendo de alquiler toda la vida y cambiando a menudo de domicilio – he vivido en siete casas hasta hoy – estaba cómodo en ese mundo de toalleros de ventosa, paredes sin pintar y sin imaginar lo que es una reforma. Mi último piso era, con diferencia, el mejor en el que he estado nunca. Sabía que me tocaba cambiar a peor y, la verdad, me daba mucha pereza.

Pero la bolsa estaba agotada. Los tipos de interés, por los suelos. El salto lógico era hacia el ladrillo. Traté de escaquearme pero al final di el paso y me lancé a un mundo totalmente desconocido: la búsqueda de piso en propiedad.

Empecé, como tantos otros, mirando la página de idealista.com. Luego fue probando fotocasa.es y las de aspecto anticuado: milanuncios.com y segundamano.es. Acabaría viéndolas todas casi a diario. Y como tengo mucho tiempo libre, creo que he visto todos los anuncios que pudieran interesarme durante unas tres semanas. Agotador, frustrante y fascinante a la vez.

Mis parámetros de compra eran los siguientes:

1) Una casa que pudiera pagar sin hipoteca.
2) En el centro – que se pueda ir caminando al centro de verdad- de mi ciudad (ciudad grande pero ni Madrid ni Barcelona).
3) Con ascensor.
4) Nada de bajos.
5) Al menos 60 metros cuadrados y por lo menos dos dormitorios.
6) Para entrar a vivir, nada de pisos cochambrosos.
7) Nada de zonas complicadas/marginales.
8) Con luz.
9) Sin mucho ruido.

Como con todas las reglas, he estado tentando de romperlas de una forma u otra, pero había una regla por encima de todas: no romper más de una regla a la vez.

El primer piso que entró en mi radar fue una urbanización que habían construido en mi misma calle. Había visto y sufrido la construcción durante meses y aparte de encantarme la localización, se notaba que se había construido con mucha calidad. Pedí cita para ver los pisos – de nueva construcción, pero propiedad de un banco. Tardaría tres semanas en verlo, por errores nefastos en la organización del equipo de ventas. Cierto que había mucha gente interesada en verlos, pero mi petición se perdió en mitad del proceso, tuve que volver a llamar, etc. Todo esto para una vivienda que estaba a 30 metros de casa. Cuando por fin conseguí esa cita ya no estaba interesado y los pisos que podían interesarme se habían vendido todos. Aquí había que saltar varias normas: necesitaba un poco de hipoteca, los 60 metros cuadrados entraban raspando. Y sólo tenían pisos interiores.

Al salir de visitar ese piso me encontré con la típica sensación de todos los que han sufrido los efectos de la burbuja. Ves un piso en un mal barrio, todo viejo y sin arreglar. Y luego ves otro que simplemente te gusta. El corazón te dice que quieres ese y si eres una persona muy emocional – como las mujeres – eres incapaz de aceptar esa opción más cutre. Piensas en romper tus principios, total, sería una hipoteca muy pequeña. Pero no, por encima de todo hay que evitar visitar pisos que estén fuera del rango de lo que uno se puede permitir. Y aunque hayamos sufrido una dolorosísima burbuja vuelvo a explicar, lo que uno se puede permitir no es todo lo que el banco te concedería de hipoteca, sino lo que honestamente puedes pagar, con los riesgos de un futuro incierto.

Como decía, ese primer piso costó mucho verlo. El primer piso que visité fue a través de una inmobiliaria. Era una zona que me gustaba más bien poco, pero que conocía muy bien. Era muy barato y no salía mal en las fotos. Cuando llegué allí se notaba que habían rociado todo con insecticida, algún cadáver por el suelo y un ambiente que provocaba toses. El piso era como se veía en las fotografías, pero daba una impresión tristona. Muy ruidoso por fuera, las ventanas exteriores daban a una bulliciosa avenida. Pero al asomarme un segundo al patio interior, la impresión que daba era ‘esto es el puto Bronx’. Mucha voz extranjera, mucho tanga colgado, los tendederos eran una enorme señal de peligro.

El segundo piso sin embargo fue una experiencia más bizarra. A diez minutos de mi casa, quedé con el agente inmobiliario en su oficina. Allí me explicó que el piso por el que nos habíamos citado no me lo iba a enseñar, sino otro. Resultaba que era un piso en el mismo edificio donde él vivía. Y que por lo visto también había construido él mismo. El tipo era como el personaje que sale en todas las películas carcelarias que consigue cosas. Conocía el barrio al dedillo y a cada vecino. Sabía el precio de cada cartel de ‘Se vende’ que había en la manzana. Me dio en una hora más información que toda la que contiene la Wikipedia. El piso era de una vecina que se había muerto. Sorprendentemente estaba en muy buenas condiciones. Y me gustaba. Una muy buena distribución, enorme y con muchas posibilidades. Al límite de lo que podía pagar.

No lo elegí de inmediato por el sencillo hecho de que no se puede comprar lo primero que a uno le guste. Y porque obtener una rebaja sobre el precio inicial era una cuestión de honor. Ya al enseñarlo te decían un precio 2.000 euros inferior al del precio oficial, pero yo propuse que bajaran bastante más. Había otro comprador interesado, a casa y te lo piensas.

El tercer piso también me gustó. En este caso era un primero sin ascensor. 60 metros muy justos. Por primera vez tratando con un particular. Y la tragedia de la burbuja en estado puro. Había comprado hacía varios años un piso viejo. Lo había reformado con mucho gusto y detalle – la cocina era una pequeña joya. Y ahora que había conseguido ahorrar 10.000 – 15.000 euros ¡Podía venderlo! Perdiendo ese dinero más todo lo ya pagado al banco más el gasto de la reforma. Simplemente desesperado por quitarse el muerto de encima. No había opciones a regatear precio, estaba vendiendo en pérdidas, pero simplemente era al precio al que el banco le permitía venderlo.

El hecho de que estuviera tan reformado era casi negativo. Demasiado personal, no tenía sentido des-reformarlo. Y con un precio algo elevado. Aún así me gustó y me quedé con ganas de pensarlo.

Así pasó la primera semana. Haciendo balance había llegado a la conclusión de que iba a acabar encontrado un piso adecuado a lo que buscaba. Era cuestión de tiempo. También había desvelado algunas claves sobre el sistema de compra-venta. Los pisos de particulares casi nunca tenían un precio razonable. Lo cual es absurdo, teniendo en cuenta que se ahorraban el sobreprecio de las inmobiliarias – que está por encima de los 2.000-3.000 euros. Los particulares viven en su mundo en que el precio justo lo ponen ellos. Cuando van a una inmobiliaria todo son malas noticias: en vez de X, lo vamos a vender a X – (10-20)%. Y me voy a quedar con 3.000 euros. Y dame una copia de las llaves.

Otro aspecto llamativo era la creación de zonas cero. Ciertos barrios habían sido devastados por la burbuja. Cientos de pisos, con precios bajísimos, con reformas estupendas, casi nuevos. Y ante tanta oferta, la apatía del mercado comprador. Si hubiera estado dispuesto a alejarme del centro – no digo irme a un pueblo, sino a un barrio a 20 minutos caminando del centro de la ciudad – hubiera podido elegir lo que me diera la gana. También se notaba tristemente como gente normal se había ido a zonas muy marginales, alentados por los precios más bajos. Y se habían dedicado a reformar pisos muy bonitos, pero en localizaciones de cine de terror. Un mundo al revés en el que vives en un oasis, pero una vez sales de casa, vives una experiencia semi carcelaria, rodeado de criminales, chusma y escoria humana.

Luego contactaría con algunas agencias que me mostraron varios pisos, hasta tres en un mismo día. Fue muy desagradable ver alguno de ellos con los vendedores dentro, interesados en conocer al potencial comprador. En un caso era una pareja con pocos estudios pero muy cercana. Habían dado de baja la luz: típica medida de ahorro de muerto de hambre: te planteas vender un piso por 100.000 euros, pero pagar 10 euros al mes por la luz de un piso donde no vives te parece un robo a mano armada. Es como intentar vender un coche sin haberlo lavado nunca. El piso estaba correcto, pero cualquier cosa menos enamorar. Otro patinazo de los vendedores había sido llevarse ‘lo que podían aprovechar’ para su nueva casa. Así, tenías la cocina completa, pero con los cables del calentador colgando. Y el hueco del horno. En el baño faltaba el lavabo. Ese piso no se vendía porque estaba fatalmente presentado.

Al salir de la visita fui a comprar y según salía de la tienda y cruzaba el paso de peatones ahí estaba la furgoneta de la pareja vendedora – había ido con una inmobiliaria y no había hablado con ellos apenas. Los saludé y continué caminando. Cuando ya llevaba un rato me los encuentro de nuevo. Habían dado toda la vuelta para seguirme. Me preguntaban el precio que proponía la inmobiliaria. Se los dije y ellos me propusieron uno más bajo – pero evitando la comisión de la agencia. Les expliqué que al visitar el piso uno tiene que firmar un papel donde se compromete a no realizar la compra al margen de dicha inmobiliaria – la exclusividad. No merecía la pena explicarles que su piso no era para mi. Y eran víctimas de su propia actitud zafia y trapera.

Al día siguiente llamé al locuaz agente inmobiliario para preguntarle por una posible rebaja en el precio de aquel piso que me gustó. Me dijo que perdía el tiempo, que la otra persona interesada volvía a verlo justo al día siguiente y ya seguro que se cerraba el trato. Que si quería, podíamos quedar para ver los otros pisos, pero que ese no era para mi. Pero que le daba pena, pues me hubiera preferido como vecino. Con más horchata que sangre en las venas le desee mucha suerte, explicándole que no podía competir contra eso. Ya hablaríamos para ver esos otros pisos.

Este vendedor me mostró las armas más rancias de la profesión. Trucos pre burbuja que ahora no sólo no funcionan, sino que asustan al comprador. Recuerdo, como si de historias de terror se tratase, las odiseas que me contaban mis amigos que luchaban por comprar un piso barato en Madrid. Uno de mis amigos, pasados los meses, se traumatizaba por haber dejado pasar ‘la oportunidad de su vida’. Un bajo – o local comercial convertido- a reformar, en un barrio conflictivo y alejado del centro. Barato para los estándares de la época, vio el piso en 20 minutos y al terminar tenía que decidir: lo compro o no. Los vendedores te lo decían claro: ven aquí con 3.000 euros para la reserva y el piso es tuyo, mientras tanto, lo seguiré mostrando. Apenas unas horas, consultarlo con la almohada y ya había llegado otro más pardillo que con gusto lo compró.

La otra persona interesada que me decía este vendedor, como yo sospechaba, no existía. Pude ver como el anuncio de ese piso se renovaba, bajaba de precio. El agente tuvo a una persona interesada pero por orgullo ni se preocupó de volver a llamarme. Lo peor de todo es que anuló un montón de otros posibles pisos. No tenía sentido intentar ver ningún otro de los que él ofertaba, sabiendo que usaría artimañas de medio pelo. Luego tuve la opción de visitar otro piso en su mismo edificio, pero la descarté ante el riesgo de sufrir el rencor de ese vecino -al que no compré – y de los vendedores de abajo, no es entrar con buen pie en una comunidad de vecinos. Aún me toparía con ese vendedor de peculiar forma de hablar al llamar a un piso que vi anunciado desde la calle. Se indignó y me dio una muy mala respuesta cuando le dije que el piso ofertado me parecía caro. Ese vendedor tenía copado casi todo el barrio y sus técnicas de venta no eran las mejores.

Otra constante que detecté es la del todo se vende. Si en este piso se vendía el tercero y el cuarto, en aquel primero sin ascensor bien reformado se vendía el piso de enfrente. Podías ver el antes y el después en la misma página de anuncios. Podías comprar el piso reformado o sin reformar, por 20.000 euros menos. Una situación terrible para el vendedor, su producto resulta indistinguible de los demás.

El cambio de hora, anocheciendo antes, complicó mucho las visitas a pisos, que hacía al salir del trabajo. Es muy habitual que den de baja la luz en estos pisos. Vi un par de ellos en total oscuridad, tirando de linternas. Una experiencia muy interesante, ir descubriendo una casa, que pudiera ser la tuya, en total oscuridad. Así vi un piso muy grande, proveniente de un banco. Era tan grande que para mi eso resultaba un defecto. El lavadero era tan grande como un estudio. La distribución, sin embargo, era muy extraña y habría provocado el vómito a un aficionado al feng-shui.

¿No se supone que España ha sido tomada por los embargos y todos los pisos son de los bancos? Las páginas de inmobiliarias de bancos son un verdadero desastre. El principal defecto es el de proponer un precio negociable. Ves un piso por 150.000 euros pero a lo mejor si propones 100.000 ellos están dispuestos a vendértelo. El problema es que ese piso de 150.000 es uno más, entre tantos otros. Y hay muchos otros que se ofertan por apenas 110.000. Tratar de convertirlos en una ganga es absurdo, visitas muchos que están fuera de tus posibilidades esperando realizar una oferta – vinculante – y que se te acepte.

Los pisos de bancos se ofertaban tan mal que en ningún momento tuvo sentido visitar ninguno que ofreciera la página de una de sus inmobiliarias. Hasta tal punto son ineficaces sus plataformas de venta. Sólo se salvan cuando los ofertan a través de inmobiliarias externas que actúan como intermediarios. Aunque a casi todos nos repugnan los trabajadores del sector, hay que reconocer que su labor es imprescindible: arreglar el mercado ofreciendo precios realistas.

La misma inmobiliaria que me enseñó el piso sin calentador ni lavabo me llamó para visitar otros tres. El primero estaba bien, pero la zona demasiado alejada del centro. El segundo me encantó y el tercero fue una experiencia bizarra más, visitándolo mientras su dueño vivía en él. Veías la televisión encendida, los armarios llenos de ropa, el desorden natural de un cuarto de baño. Viéndolo lleno se notaba que era muy pequeño. Y también era caro. Además, que ese segundo piso que acababa visitar tenía pinta de ser para mi.

Era este un piso que destacaba por tener plaza de garaje – un extra que decantaba la balanza ante toda la competencia. El edificio tenía apenas 15 años y estaba bien conservado. Me marché a Londres, entre otras cosas para acabar de convencerme de si de verdad quería comprar. Londres es la ciudad con el mercado inmobiliario más delirante de Europa, pero aún así hay gente que se plantea comprar. Volví decidido a dar el paso y quedarme con ese piso.

A partir de ahí entraríamos en una guerra psicológica de prisas, regateos de mil euros y ‘hay otras personas interesadas‘. Por mi parte estaba convencido y acabé yendo con mi hermano a la última visita antes de dar el sí definitivo.

A mi hermano le pareció bien, sin estar tan entusiasmado como yo. Pero un hecho trivial arruinaría la venta: tanta gente visitando el piso – en la inmobiliaria siempre venían dos agentes, señal de que su hora de trabajo se valora poco- cada uno en una habitación, hizo que saltara la luz. No le di mayor importancia, aun cuando volvió a ocurrir. Pero a mi hermano le pareció muy extraño e inexplicable. Posteriormente me darían la explicación de que el dueño tenía la potencia mínima mínima contratada. Tras revisar en internet que el mínimo no es tan mínimo, de la inmobiliaria me explicaron que había llegado a un acuerdo especial con la compañía eléctrica para pagar muy poco, a costa de tener una potencia ridícula.

Días después, hablando con un amigo electricista, me explicó que se trataría de un cortocircuito, fácil de detectar y más de solucionar. La inmobiliaria me presionaba para que cerrara la venta y yo sólo pedía una explicación lógica a eso. Quería ver ese acuerdo de mínimos con la eléctrica, o una explicación más adulta a qué sucedía con la luz en ese piso.

Pero tras pensarlo mucho durante un fin de semana decidí que sí, que a pesar de todo, lo compraría. Pero como chica orgullosa, esperé a que me llamaran de la inmobiliaria para dar el sí. Y cuando recibí su llamada fue con una noticia sorpresa: la otra persona interesada realmente existía y había cerrado el trato ese sábado.

Esa inmobiliaria también sacaría su lado emocional y no volvería a contactar conmigo, el cliente que no se decidía nunca. Era desde luego una venta complicada y no quería entrar en algo que no veía nada claro. Ya la nota simple de ese piso se había mostrado compleja como una trama borgiana. El dueño era una sociedad unipersonal – chanchullos para no pagar impuestos – y tenía un aval sobre una empresa jamonera. Ese aval estaba ya cancelado, pero no se había formalizado el papeleo – típica actitud de vendedor que no quiere gastar para ganar. El dueño sin embargo llevaba poco tiempo viviendo allí. El nombre del buzón no tenía nada que ver con el de las personas empadronadas en la vivienda. Trigo poco claro, quien sabe si suficientemente limpio.

Pero tras perder esa compra tuve al menos la humildad de reconocer que había competencia. Que no podía uno tomarse todo el tiempo del mundo. Si encontraba algo muy bueno, había que tomarlo.

Seguí mirando, luego pasé a visitar un piso por simple morbo: se veía un poco alejado pero destacaba entre todos los demás por su bizarra decoración. Tenía aspecto de mesón de montaña. Vigas de madera, suelo de madera maciza, nada de parqué. Ventanas por el estilo, chimenea. Los típicos objetos de hojalata para dar ambiente rústico, repartidos por todas partes. La puerta del salón con una vidriera. Y toda la familia viviendo ahí mientras lo enseñaban.

La decoración era incoherente, el resto de habitaciones cada una a su aire. A pesar de su ‘reforma tan peculiar’ me gustaba. Su mayor desventaja era el barrio, alejado del centro y bajuno. Mientras esperaba al comercial de corbata verde pude encontrarme con varios vecinos: la que bajaba a comprar en chanclas, el tatuado, la maruja que se saca las llaves del sujetador. Ninguna vecinita, sólo personajes secundarios de ‘Aida’. Eso, junto con el detalle de que esa inmobiliaria te decía, tras ver el piso, que también te cobraban una comisión en caso de comprar, lo descartó por completo. Recuerdo la actitud descarnada del vendedor, hablando de ese piso. Está en X, pero lleva poco en el mercado, hay margen de bajada en 5.000 euros, si se le aprieta, lo están pasando mal, tienen prisa por vender. Menuda forma de tratar a tu cliente.

Si lo miras todo, acabas ampliando tus opciones mucho. De repente encontré un piso en una localización excelente y bastante barato. El problema: estaba para reformar completamente. Sin tener ni idea de lo que cuesta una reforma ¿2.000 euros? ¿20.000 euros? ¿100.000 euros? me tocó hacer una investigación intensiva de lo que estas implican y precios. Todo contaminado con reformas de famosos que cuestan millonadas o de gente aburrida que pone la cocina donde estaba el salón, el salón donde estaba el baño y el dormitorio donde estaba la cocina. Pero una reforma básica, fuera de las grandes capitales y sin cocinas de cine X, está en torno a los 20.000 euros.

Así que visité ese piso con una perspectiva totalmente nueva: ver qué se podía hacer asumiendo que todo estaba por hacer. Había que tirar paredes, unir habitaciones, reformar cocina y baño, cambiar ventanas y puertas. El piso era complicado, pues tenía una distribución rara, pero era enorme y con muchísima luz. Me gustó y decidí tirarme a la piscina. Le haría una oferta con algo de descuento y si salía bien, me arriesgaría a entrar en una reforma, suponiendo que no se saliera de presupuesto.

Antes de hacer la oferta vinculante decidí ver otro piso. Total, uno más. Era uno raro, había aparecido de la nada. Tenía un precio ridículo y por las fotos se veía bien. Era en una zona que conocía bien, no en balde la había recorrido días antes, cuaderno en mano, para anotar todos los teléfonos de los carteles de ‘Se vende’. El mal endémico de esa zona, aparte de que los pisos eran muy viejos, era la falta de ascensores. Muchos pisos muy baratos pero imposibles, por ser un tercero sin ascensor.

Vi ese último piso sin ningún tipo de ilusión, como una forma de mi nueva rutina diaria. Me sorprendió que el portal estaba bien cuidado – era un piso muy viejo. Ascensor tenía, o no habría ido a visitarlo. Una vez dentro, entré con la mentalidad del piso anterior. Aunque este se anunciaba como ‘para entrar a vivir’ era más barato que el que había que derribar entero. Así que, si había que reformar algo, siempre compensaría dado su bajo precio. La cocina era desastrosa: pequeña, sin apenas muebles donde almacenar. Luego tenía el típico lavadero que es carne de fusión con la cocina. Esa zona de la casa era viejuna, oscura y desvencijada. Me detuve mucho en ella porque implicaba reforma total. Luego pasé al resto de las habitaciones y, para mi sorpresa, me encontré un buen piso. Habitaciones grandes y muy bien distribuidas. Un piso viejo no enamora a simple vista, pero te pueden dar ganas de echarle un buen polvo. Tenía muchas cosas buenas y algunas malas subsanables. Y era, de largo, el piso más barato que había visto.

La historia del vendedor era quizás la más interesante: el piso era de su abuela, había estado alquilado siempre a estudiantes – a 400 euros al mes – y por la nueva legislación, que penaliza las plusvalías sobre pisos comprados hace varias décadas, había decidido venderlo antes de fin de año. Como en la familia se dedicaban a negocios inmobiliarios lo habían estado vendiendo en una suerte de modo intermedio entre particular e inmobiliaria – con lo peor de cada mundo. Aparte de haberlo publicitado poco y mal, acababan de rebajarlo drásticamente respecto del precio anterior. 10.000 euros menos de golpe, una actitud absurda desde el punto de vista vendedor.

Cuando anuncié mis intenciones de comprar todo el mundo me preguntaba, ¿Y por qué no te compras el piso en el que vives ahora? La respuesta era clara: porque no puedo pagarlo. Entonces me decían que le pidiera precio al casero. En esos casos es un imposible: se trata de un vendedor que no se había planteado vender hasta entonces y un comprador loco por hacerlo. La situación es muy desigual y lo lógico es conseguir un precio por encima del precio de mercado. Pero con este piso que visité estaba en la situación contraria: un vendedor dispuesto a vender casi a cualquier precio y sin lógica económica.

Cuanto más oía sobre el piso, más sonaba a posible chollo entre comillas. La abuela tenía ocho hijos y una de las hijas tenía problemas de liquidez y quería que se vendiera de inmediato. En esos casos, la multitud es favorable. Si vendes por 100.000 euros y hay dos hijos, cada uno se lleva 50.000 euros. Pero si tienes diez hijos, cada uno se lleva 10.000 euros. Una rebaja en el precio de 10.000 euros apenas le supone 1.000 euros menos, no sienten que pierdan tanto.

Sin sutilezas propuse una segunda visita, con mi hermano – en el papel de poli malo – para esa misma tarde. Mi hermano lo vio y me dijo de inmediato que eso era una ganga. Así que en ese mismo instante formalizamos una reserva verbal.

Lo que siguió fue todo mucho más sencillo: una venta entre particulares sin desconfianzas ni peleas por dinero. La nota simple era eso: simple. La historia de los alquileres a estudiantes se podía contrastar como cierta. No hubo ansias por conseguir una mayor fianza. Al no tener que depender del banco – con sus tasaciones, estudios de hipoteca y largos etcéteras – todo se aligeró tanto que el único problema para comprar ipso facto era conseguir cita con el notario y que el banco emitiera el cheque para el pago.

Sin el problema de la inmobiliaria de por medio, todo se arreglaba por medio de mensajes de Whatsapp, era un trato perfecto para los dos bandos y eso propiciaba que no hubiera tantas suspicacias. Cada papel que solicité, me lo enviaron sin problema. La reserva se hizo por menos dinero de lo que inicialmente querían y fue todo tan rápido que se formalizó la venta a los cinco días de haber pagado las arras penitenciales (reserva).

A modo de decálogo, aunque dudo que muchos hayáis llegado hasta aquí, y sin ánimos de dar lecciones pues mi visión es muy limitada.

1) Ir directamente a anuncios de inmobiliarias. Los particulares y los bancos son clientes terribles. (Aunque acabé comprando de un particular que se dedicaba a negocios inmobiliarios).
2) En Idealista.com el diseño es tan bonito y los pisos están tan bien presentados que te gustaría encontrar casa ahí. Pero la realidad demuestra que para los vendedores debe ser una experiencia terrible o muy cara. Su oferta es limitada y los pisos más baratos no suelen estar ahí. Milanuncios tiene una gama más amplia de pisos, y muchos de los que se ofertaban ahí no estaban en Idealista.com. (Acabé comprando de milanuncios. Como le decía a un amigo: he comprado mi coche y mi casa por Milanuncios; Sólo me falta encontrar pareja con ellos, pero de momento sólo se anuncian travestis poco femeninas).
3) Ya se empieza a notar recuperación económica, hay gente comprando pisos.
4) Todos los pisos que se vendieron en el pico de la burbuja están fuera de mercado, su precio está marcado por el de la hipoteca que tienen. Son tan absurdamente caros que no creo siquiera que reciban visitas. Estamos hablando de que hay un piso al lado del tuyo que vale la mitad. O menos de la mitad.
5) Las inmobiliarias son víboras para el vendedor. Una vez te ven como un posible comprador, harán lo que sea por facilitarte la venta y ellos pelearán por ti las rebajas.
6) De mis parámetros iniciales acabé cediendo en que era un piso viejo – y que necesita reformar la cocina. A cambio acabé comprando más barato de lo que pensaba y con más metros de los que necesito.
7) Un vendedor agradable es un parámetro que no se debe menospreciar. Va a haber que negociar muchos detalles y hacerlo con alguien inflexible o desagradable puede ser muy molesto. Un amigo me comentó que, en época de burbuja, tras reservar con fianza y por un precio delirante la casa a comprar, se encontró con que el vendedor amenazaba con llevarse ‘sus’ muebles de cocina, salvo que se los pagaran aparte – y casi al precio original. Y se salió con la suya.
8) Es bueno ver muchos anuncios. Muchos vendedores lo hacen muy mal y se anuncian poco, a veces sus pisos son casi invisibles. Si eres el único que ha visto ese anuncio, tienes una ventaja comparativa.
9) No me siento mejor por comprar un piso. En realidad, me siento algo más incómodo que antes. Aún me queda la parte de la reforma y una mudanza que será agotadora.
10) Uno de los principales argumentos para comprar no ha sido el que tenga una casa para vivir toda la vida, sino justamente el contrario. El tener que vivir de alquiler – con un gasto mensual fijo – inmoviliza ante la idea de pasar un tiempo en otra ciudad. Estando alquilado no es legal subarrendar tu casa. Ahora, teóricamente, podría marcharme a otro lugar durante algún tiempo sin el dolor de sentir que pago por un alquiler que no uso y con la opción de alquilar temporalmente mi piso. Con la experiencia de Couchsurfing puedo decir que no tengo ningún miedo a que haya gente rara – que yo elija – en mi casa.

Series de televisión y cultura

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Hoy en día nadie ve la televisión, porque es basura, pero todo el mundo se descarga series de televisión que se devoran durante horas. Uno se escuda en la palabra ‘cultura’ para defender que pasarse más de 60 horas viendo ‘Breaking Bad’ está más que justificado.

En mi opinión, hay una línea que emborrona ese concepto de cultura. ‘Salvame Deluxe’ (programa de los viernes por la noche sobre entrevistas a personajes de serie rosa) no es cultura. Tampoco lo es ‘La que se avecina’ (serie de comedia española) porque es zafia y con un humor exagerado. Pero ‘The Wire’ sí que lo es, porque se trata de una aclamada serie americana. ¿Es ver un partido ‘Granada-Córdoba’ cultura? Lo dudo, pero desde luego que una Final de la Champions League, aun cuando la juegue el Atlético de Madrid, siempre lo será. Todos esos programas tienen algo en común: son televisión. Que se descargue uno un programa y lo vea en el ordenador no quita que siga siendo televisión. Y como siempre, hay buena y mala televisión. Pero sobre todo, cuenta la actitud que uno tenga ante ella.

Una persona que se pase tres horas diarias viendo series puede argumentar que se pasa tres horas culturales. La cultura es un concepto amplio que no tiene sentido acotar. Pero para mi lo único indudable es que ha estado tres horas viendo televisión. No importa lo buena que sea una serie – y siempre hay otra mejor a la vuelta de la esquina – es consumo masivo de contenidos, tiene casi todo lo malo de la televisión.

El principal inconveniente de ver tanta serie está en que es tiempo de cultura que se quita a otras actividades, tal vez menos agradables, pero al mismo tiempo más estimulantes y sutiles. Porque realmente el objetivo de la cultura debería ser ese, hacer que nuestra mente se enfrente a nuevos retos y se encuentre con puntos de vista diferentes que la hagan avanzar. Las series son una cultura edulcorada. A todos nos gustan – quizás a mi menos que a otros y por eso escribo esto – pero no está bien darnos tantas palmaditas en el hombro mientras descargamos la temporada final de ‘Prison Break’.