Contando cadaveres

Aunque teóricamente todas las personas tienen el mismo derecho a la vida, resulta evidente que determinadas muertes resultan mucho más dolorosas que otras, aún olvidando los aspectos emocionales.

Los cadáveres de los niños resultan doblemente trágicos. Son personas a las que se les ha retirado del juego de la vida antes de tan siquiera comenzar a vivir. Aunque a efectos legales no deba haber gran diferencia, la muerte de un niño tiene un agravante psicológico. Convierte al criminal en peor persona. Así, podría decirse que la muerte de un niño es más grave que la de un adulto o anciano.

Cuanto más joven es el pequeño, más cruel resulta la muerte. Los accidentes de tráfico en que los bebes fallecen por no estar atados a una silla de protección han despertado todo tipo de medidas legales para obligar a los padres a cuidar de sus hijos. Los nonatos también adquieren un lugar de privilegio.

Matar a una mujer embarazada se entiende como un poco más que un doble crimen. De nuevo el subconsciente añade dolor a la muerte de esta persona, en este caso aún sin nacer. Puede que parte de este dolor tenga relación con aquello del pecado original; pensamos que una persona es pura hasta que nace, a partir de ahí, todo va a peor.

Sin embargo, los niños que no han nacido no cuentan en las listas de muertos. El ejemplo más claro lo tenemos en el atentado del 11-M.

Si no me equivoco, una persona no cuenta como tal hasta que vive, por medios naturales, al menos 24 horas. Así, si el corazón nos hace contar un dos y pico el derecho cuenta uno y sin decimales.

También curioso es ver como el aborto, socialmente aceptado por casi todos, no se entiende como un crimen, pero la muerte de una mujer embarazada sobrecoge en el horror. Estamos ante un caso en que la actitud de los padres convierte a un ser en valioso o inútil.


Toda la vida por delante. Según cuentan las estadísticas, muchos de esos chicos que lamentablemente mueren, acabarían no terminando sus estudios elementales. Desafortunadamente para la economía una parte muy alta compraría una o varias viviendas, algunos coches. Pagarían pensiones de sus mayores, algunos de ellos podrían haber declarado menos impuestos de los que realmente ganan.

Cuando muere un niño, es una desgracia. Tendemos a pensar en una prometedora carrera como cirujano – los oftalmólogos parecen médicos de segunda categoría – deportista de élite, científico de los que estudian en España y trabajan en Alemania. La realidad es cruel, es más probable que el pobre chico hubiera acabado de albañil o trabajando en un supermercado. También creemos que sería una gran persona, altruista y defendedor de los derechos de los demás, pero no es imposible que acabase siendo un maltratador, o una drogadicta, o el típico vecino que tira las colillas en el ascensor.

Todas las muertes son iguales. A los que ya les quedaba poco por vivir, quizás le aguardaban los dos últimos años de tranquilidad, tras una vida de esfuerzo ayudando a los demás. O el fin a una de esas rachas interminables de mala suerte, de desgracias consecutivas que finalmente dejan un respiro y hacen a la gente amar la vida más que nadie. O el ver nacer a un nieto. O escribir unas memorias, mal redactadas, pero que ahí quedarán para que las lean los nietos. Hay tantas cosas por hacer. La vida no es cuestión de tener días por delante. También cuentan los que hay por detrás. Nada más democrático que la muerte.

Un comentario en «Contando cadaveres»

  1. Gracias por atacar uno de los dogmas sociales más firmemente enclavados. El ser capaz de plantearse estas cosas constituye la verdadera libertad, y no el poseer riqueza.

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