Buffet

Cuando era un adolescente tuve la suerte de viajar mucho de gorra gracias a las competiciones deportivas. Ganabas el campeonato provincial y te clasificabas para el regional. Quedabas de los primeros del regional e ibas al nacional. Cada competición era un viaje con todos los gastos pagados.

Tenía menos dinero que el que se estaba bañando y no había ido de vacaciones nunca, por lo que en perspectiva me veo como esos niños del tercer mundo que tienen una oportunidad de acercarse al lujo de la sociedad occidental. Las habitaciones de hotel me parecían enormes, los baños impecables. Las piscinas un lujo obsceno. Que te cambiaran las sábanas del hotel y las toallas a diario exigía la comprobación rutinaria de que semejante maravilla sucedía una y otra vez. La competición era absolutamente lo de menos.

Pero si todo esto era digno de recuerdo y vivir en continuo estado de felicidad, el lugar donde uno perdía la cabeza era el restaurante. Ahí tuve la oportunidad de conocer los buffets. Come todo lo que puedas.

Cuando me acercaba a la puerta de entrada me invadía un hormigueo en el estómago, despertado por ese olor, mezcla de tomate pegado, platos calientes del lavavajillas, verdura cocida y carne asada. Ese olor lo captabas poco antes de entrar y te entraba una turbación excitante, un placer desconocido para los adultos.

La rutina cambiaba cada día. Había veces que iba llenando caprichosamente el plato, conforme veía cosas que me gustaban. Cuando ya estaba lleno, me sentaba a comer. Otras veces hacía una ronda de reconocimiento, tratando de calibrar de entre todas las posibilidades cuáles serían las mejores. Estos paseos los daba con el plato ya en la mano, como queriendo confirmar que todo estaba al alcance de la mano, como cuando jugueteas con las llaves antes de llegar a casa.

Solía tomar tres platos, llenos hasta arriba, sin hablar del postre. Ni que decir tiene que eso tenía luego consecuencias, y no hablo de sobrepeso sino de desagradables visitas al cuarto de baño. Pero no eran tiempos de previsión, sino de disfrute. Era comer sin pensar si eso formaba parte de lo razonable, de lo saludable.

La verdura, ni tocarla. Normalmente tomaba mezclas exóticas, propias de niños pequeños, como huevos fritos con filetes y de guarnición…albóndigas. O tortilla, carne de cocido y lasaña. Nadie te controlaba, la única preocupación de los monitores era que las chicas que también viajaban no se quedaran embarazadas.

Mención especial merece el tema de las bebidas. Hoy en día entiendo que el negocio de los buffets es tener una cuota razonable y luego resarcirse con la bebida. Pero en aquel entonces no pensaba tanto. Era un australopithecus. La comida era gratis y la bebida no, luego no pedía bebida, por muy extraña y violenta que fuera la cara del camarero.

Eran otros tiempos, la gente joven no tenía apenas dinero y muchos estaban igual que yo. Hoy en día la gente que hace eso es de una miseria tercermundista. O tal vez yo también lo fui entonces, qué importa.

Ahora bien, tomarte esos platazos sin agua era una experiencia compleja. Igual los platos están más condimentados a propósito para que tengas más sed y consumas más. Lo normal era no pedir nada y mendigar agua del pardillo – persona normal – que sí la hubiera pedido. Además que se aprovechaba cuando estas personas se levantaban a por más comida para robar unos sorbos de líquido. Miro en perspectiva y tendría que ser como compartir mesa con unos demonios de tasmania.

La evolución natural hacia algo parecido a la ética fue tomar productos que calmen la sed, pero que estén dentro del menú. Recorrer el restaurante mirando los platos en la forma “¿Qué podría usar para calmar la sed, por supuesto sin pagar nada?”. Con el tiempo la rutina fue pillar unas bolas de helado. Te tomas unos bocados de ensaladilla rusa con codillo y cuando la garganta escuece, bocado de helado.

De nuevo he de indicar que ese helado no se consideraba tampoco postre. Era un accesorio. Lo más demencial del asunto es que después de haber comido una cosa así, tres platos pantagruélicos, a lo mejor apetecía tomar tarta con bolas de helado. El helado, tomado en condiciones infames, no desinhibía el deseo de tomar más helado.

Los postres se escogían en platos normales, unas composiciones extravagantes, dos o tres trozacos de tarta, con chorretones de chocolate, bolas de helado a cascoporro y nata. Si no era suficiente, más tarta. Inexplicablemente a veces apetecía tomar varios yogures.

Los horarios estaban analizados previamente. Si entrabas a desayunar a las ocho, y te quedabas hasta el cierre, te daba hambre para hacer dos desayunos. Ni los romanos comían de forma tan bulímica.

Evoco esta época y no recuerdo que durante las comidas se hablara de nada, era comer y disfrutar de la comida. Todos íbamos a comer y era comer. Ni siquiera se hablaba de la comida porque todo sabía delicioso. No hay cocinero ni restaurante lo suficientemente buenos como para conseguir evocar esas sensaciones culinarias. Luego leería a Montesquieu y coincidiría con él:

Se ha de huir de la exquisitez y de la cuidadosa selección del vino. Si basáis el placer en beberlo agradable, os obligáis al dolor de beberlo a veces desagradable. Se ha de tener el gusto más relajado y libre. Para ser buen bebedor no se ha de tener paladar tan delicado. Los alemanes beben indistintamente cualquier vino con placer. Su objetivo es tragarlo más que degustarlo. Sacan mayor provecho. Está su voluptuosidad mucho más rozagante y a mano.

No era comer, era tragar. El placer de tragar es infinitamente superior al de comer. No es sutil, no es elegante. Es rudimentario, pero insuperable.

Relacionados: Comedor de empresa.

7 comentarios en «Buffet»

  1. Me siento muy identificado con este post, la verdad. Lo más fuerte es que, a diferencia de ti, yo no he conseguido avanzar al siguiente nivel. En Francia, donde vivo, el agua del grifo es gratis y te la ponen por defecto en los buffets y en los restaurantes normales que tienen días (o platos) a voluntad. Naturalmente, nunca pido otra cosa.

  2. Yo siempre que puedo trago, las galletas que muchos comen a pequeños mordiscos, cuando me las zampo de un bocado, las disfruto más que de poco a poco. Aunque a mi mujer no le agrade mucho.

  3. a mi me pasaba algo parecido, hacía unas mezclas que ahora no comeria ni aunque me obligaran. Curiosamente todas tenian papas fritas : Creo que los buffet son el unico lugar del mundo donde spaghettis con papas fritas esta dentro de lo aceptable.

  4. Yo hago lo mismo con las galletas principes de chocolate. Probar mojarlas en ColaCao caliente. Es delicioso.

  5. De corazón, creo que este es uno de tus mejores artículos. Me he reído en voz alta y hasta me ha parecido emotivo. Junto con el del comedor de empresa, el que más he disfrutado leyendo. Lo del helado me ha parecido absolutamente épico, y denota verdadera mentalidad survivalista y adaptativa.

    [Comentario zrubavel: Gracias por recordar esa entrada, la he revisado un poco y me ha parecido mejor de como la recordaba. Ahora está enlazada desde este artículo.]

  6. A mi también me has traído muchos recuerdos de una etapa parecida…

    Aunque cuando yo realmente le metí caña a los buffets fue estando ya talludito, viviendo en Londres y mayormente sin un duro. Tenía localizados un par de chinos a los que iba habitualmente en plan Atila, y me recibían aterrorizado.

    Hubo uno que taché de la lista porque la comida me sentó fatal; pero probablemente fue una simple indigestión por el atracón que me pegué.

    Y estoy muy de acuerdo con la frase final.

  7. Jajajaja Me mató lo de spaguettis con papas fritas. Pero es cierto, sólo en los buffets se ven esas cosas!! ^_^
    Con mis compañeros de facultad solíamos almorzar en un buffet de la universidad. Una de mis compañeras era fanática del vinagre y limón. A todo le ponía vinagre y limón, hasta a la papas fritas!!

Los comentarios están cerrados.