Recientemente leí el libro Falsa alarma: Por qué el pánico ante el cambio climático no salvará el planeta de Bjorn Lomborg. Publicado en 2021, el libro trata de dar una aproximación racional hacia el enfoque que estamos dando al problema del cambio climático.
Acostumbrados a la polarización, los efectos de la actividad del hombre sobre el clima se han convertido en otro foco de división. Como el tema se aborda de forma dogmática y con más ferocidad que si se tratase de una nueva religión, la batalla gira en torno a argumentos absurdos: el cambio climático existe o no existe.
Ambas posturas son defendidas numantinamente. De un lado, los no creyentes (gran atisbo de que el cambio climático se trata como una pura religión) que están equivocados en la base misma. Si partes de una premisa falsa, puedes demostrar cualquier cosa. Pero los defensores de que el cambio climático es real lo hacen con tanto fervor, que se limitan a eso: demostrar que existe. Acumulan una enorme pila de datos científicos, pruebas y consensos sobre el tema.
Si conseguimos trascender de la superficialidad ─un debate que no nos solemos permitir─ podemos hacer como Bjorn Lomborg en este libro, intentar discutir sobre la solución que estamos dando, o tratando de dar, al problema del cambio climático.
Muchos de los que niegan la existencia del cambio climático lo hacen porque quieren seguir contaminando con su coche diésel. O auténticos bárbaros que comen chuletones. En el fondo de sus cabezas, estos degenerados sospechan algo que casi todos, de forma más o menos consciente, imaginamos: que por comernos un chuletón más o menos, por tomar un vuelo más o menos a París, por que una vaca se tire más o menos pedos, no vamos a salvar al planeta.
En el libro, Lomborg empieza a desgranar las estadísticas de la verdad de una forma que a veces resulta casi dolorosa.
Partamos del hecho de que la Unión Europea, respecto a las emisiones de CO2, es un actor irrelevante. Si un meteorito borrara a Europa de la faz de la tierra, el problema de las emisiones mundiales seguiría prácticamente igual. Hasta qué punto esto es así, Lomborg lo resalta con el caso de EEUU. El problema de las emisiones de CO2 es un problema de tres países: China, India y Estados Unidos.
Puesto que Estados Unidos emite cerca del 40 por ciento de las emisiones de CO2 de los países ricos, en un escenario ideal en que los Estados Unidos pasaran a no consumir combustibles fósiles a partir de hoy mismo, la reducción de las temperatura global sería de aproximadamente 0,16° en 2100.
LAMENTABLEMENTE, LA GRAN MAYORÍA de las acciones que las personas pueden tomar al servicio de la reducción de emisiones, y ciertamente todas aquellas que se pueden lograr sin interrumpir por completo la vida cotidiana, harán una pequeña diferencia práctica. Eso es cierto incluso si todos los hacemos.
Simplemente, haciendo un cambio absolutamente drástico (no bajar un 10% el consumo, bajar el 100% y para siempre) aún así sólo supondría una mejora mínima en un plazo larguísimo.
El aumento de la temperatura va con cierto retraso. Si de repente desapareciera la humanidad entera y con ella todo tipo de emisiones, el planeta se seguiría calentando. Obviamente el aumento se ralentizaría e incluso detendría con el tiempo.
Lamentablemente, para algunos “defensores” de las políticas de defensa del medio ambiente, este escenario sin humanos en la tierra, no resulta tan traumático. Las políticas anti CO2 se han convertido en un fin en sí mismo, por encima de todos los problemas de la Humanidad. Todo el mundo occidental se muestra muy preocupado con la situación del planeta. Pero esta preocupación acaba en el momento en que le toca el bolsillo.
Una encuesta del Washington Post de 2019 mostró que, si bien más de las tres cuartas partes de todos los estadounidenses piensan que el cambio climático es una crisis o un problema importante, la mayoría no estaba dispuesta a gastar ni siquiera $24 al año para solucionarlo.
Del mismo modo, cuando se le pregunta a la gente sobre los problemas reales:
Una encuesta global de la ONU de casi diez millones de personas encontró que el clima es la prioridad política más baja, muy por detrás de la educación, la salud y la nutrición.
Al margen del grave problema que es el cambio climático, cualquiera con un poco de sentido común estará de acuerdo en que el asunto se trata de una forma dogmática y fanática. Hay una narrativa única que se tiene que aceptar en bloque.
Uno de los puntos más absurdos es aquel que defiende que el cambio climático perjudica a todos, que no puede haber beneficiados de que algo así ocurra.
A nivel geográfico, Rusia sería uno de los países más beneficiados de que el planeta se calentase un poquito más. No sólo porque gran parte de su negocio gira en torno a la venta de combustibles fósiles, sino porque tiene encima de sí un enorme océano que se pasa la mayor parte del tiempo congelado. Los osos polares que mueren por culpa del cambio climático (spoiler: no solo no mueren sino que está aumentando su población) no son una gran preocupación para los rusos. Tener una vía de comunicación marítima gigantesca los convertiría, de la noche a la mañana, en una potencia marítima. Del mismo modo, sus gastos de transporte de mercancías se reducirían colosalmente. No es de extrañar que se pasen los días rezando por que el cambio climático vaya lo más rápido posible.
La mayor beneficiada del cambio climático, sin embargo, es la flora. Gracias al aumento del CO2 y de la temperatura, las plantas crecen más que si este problema no se hubiera producido.
Es bastante notable que durante unas pocas décadas obtuviéramos el equivalente a dos nuevos continentes completamente verdes debido al dióxido de carbono, y prácticamente nadie ha oído hablar de eso.
Otro detalle siniestro es el de las muertes. Aunque se producen muertes por el aumento de la temperatura, es el frío el que causa muchas más muertes a nivel global. Pero como este dato no interesa, se quita de la narrativa “cambio climático = todo mal”.
Los científicos encontraron que el calor causó casi el 0,5 por ciento de todas las muertes, pero más del 7 por ciento de todas las muertes fueron causadas por el frío.
En el mundo en que vivimos, todos sabemos que el dinero gastado por los políticos se mueve entre la ineficiencia más absoluta y el derroche total. Pero creemos que el problema del cambio climático, que mueve cantidades del orden de los billones, se va a solucionar de una forma óptima. Para los defensores de la naturaleza, es un problema tan grave, que no deberíamos hablar de dinero. Pero sin embargo, el dinero sí que es importante. Se está gastando a toneladas, en muchas medidas cuestionables, casi todas muy deficientes.
Es este malgasto el que despierta las conciencias de los “escépticos” que tienen dudas muy razonables sobre el sentido de lo que está ocurriendo. Las políticas de subvenciones a coches eléctricos, energías renovables, el castigo a los coches contaminantes ─coches de pobres─ a las calderas antiguas ─de casas pobres─ dinero que va a comprar paneles solares que se han construido, en gran parte, usando carbón super contaminante. El limitarse a mirar una parte de la ecuación, el resultado final, ignorando todo el proceso hasta llegar ahí “porque eso mata el relato”.
Lomborg es especialmente crítico con las energías renovables. Este es un tema interesante pero complejo. La inmensa mayoría de la población cree que las fuentes de energía son intercambiables. Lo que se hace con petróleo, se puede hacer con energía solar. No sólo esto no es así, sino que nunca podrá ser así, al menos con la tecnología que tenemos en estos momentos. Pero es un asunto complejo de explicar (sobre el que no hay polémica alguna). Tenemos la tendencia a pensar que los problemas son escalables. Ahora tenemos motos eléctricas, pronto tendremos coches eléctricos (estamos en ello) pero cuando empezamos a pensar en camiones, vemos que se empieza a complicar el asunto. Y luego vienen los aviones y barcos.
La postura del autor del libro es que estamos gastando ingentes cantidades de dinero en una serie de tecnologías que no tienen mucho más recorrido posible. En España misma, la instalación de placas solares y molinos de viento ha ido tan lejos que ya tenemos el 100% de lo que objetivamente podemos aprovechar. Si tuviéramos el doble de placas que ahora no podríamos generar el doble de energía, o al menos no sin cambiar completamente el sistema de transporte de la misma.
Está claro que tenemos un problema, pero las soluciones que estamos poniendo sobre la mesa no tienen un recorrido viable. Hay que pensar que el presupuesto que estamos empleando en “arreglar el cambio climático” no lo estamos empleando en otros problemas. Es significativo el caso de los países del tercer mundo. Antes pedían dinero para mejorar sus infraestructuras, su educación y su sanidad. Pero ahora sólo reciben fácilmente el dinero para combatir el cambio climático. El 20% de las ayudas que se conceden son para eso. Tratándose de países pobres hacen lo que la misma España ha hecho recientemente con los Fondos Europeos: enmascarar políticas ecológicas y luego gastar el dinero como buenamente puedan.
Un punto básico, muy recalcado a lo largo del libro, es el de las medidas para paliar el cambio. Está ocurriendo, ya no se puede evitar eso. Pero en lugar de gastar toneladas de billetes en “detener el cambio climático” deberíamos empezar a gastar más en protegernos contra los efectos inevitables (efectos que van a suceder aunque el planeta dejara de emitir para siempre). Los daños en la costa, los efectos de la subida del nivel del mar, incluso el aumento de la temperatura en las casas, deben ser combatidos inmediatamente. A nivel personal, casi todos lo hacemos: compramos aparatos de aire acondicionado, mejoramos el aislamiento de nuestras ventanas. Pero a nivel gubernamental, está mal visto gastar en paliar las consecuencias.
Quizás también crean que reconocer la necesidad de adaptación es admitir la derrota en la batalla contra el cambio climático.
El autor no se limita a pintar un futuro negro sobre lo que estamos haciendo y el sinsentido de gasto que no lleva a ninguna parte. Trata de dar soluciones. Una de las más inesperadas es el enfocarse en ayudar a que los países más pobres salgan de la pobreza. Podríamos sacar a todos los países del mundo de la pobreza extrema por una fracción del coste que estamos empleando en políticas ineficaces contra el cambio climático. Estos países, con más dinero, podrían protegerse de los daños mucho mejor y podrían contribuir a implementar las políticas globales de una forma más eficaz.
Otro de los problemas es el tecnológico. Nos estamos empecinando en tecnologías que no pueden solucionar el problema. Los coches eléctricos, los paneles solares, llegan hasta donde llegan, luego no tienen más recorrido. Tienen que aparecer nuevas tecnologías, mucho más drásticas. Y hay que invertir en ese tipo de investigación, improductiva en gran parte.
El problema de fondo con el cambio climático es el dogmatismo y el fanatismo de la gente. Todo es cuestión de grados. Podríamos vivir en un mundo mucho mejor, con muchas menos muertes, en el que la temperatura suba 5ºC para el 2100, pero estamos obsesionados con conseguir que sean 4ºC para el 2100, cuando ese grado de diferencia puede implicar millones de vidas de personas y animales. No tenemos que obsesionarnos por un mundo “menos caliente” sino por un mundo mejor.
Los activistas preferirían que redujéramos las emisiones de dióxido de carbono a toda costa antes que invertir en una solución que pudiera permitir que las fábricas siguieran arrojando dióxido de carbono al aire. Los activistas están menos preocupados por reducir el aumento de la temperatura que por reducir el uso de combustibles fósiles. Esto parece irrazonable.
Para los activistas de salón, la mayoría de los gestos heroicos que realizamos para limitar nuestra huella de carbono se pueden igualar comprando derechos de emisión de CO2. Puedes elegir entre viajar en bicicleta a todas partes, no comer carne, no tomar aviones a lo Greta Thumberg, puedes tomar cada una de las medidas que imagines “por un mundo mejor”. Pero lo que estás restando del CO2 del planeta se puede igualar simplemente comprando derechos de emisión de CO2 por aproximadamente 1,5€ al año.