Bingo

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Hay tres experiencias eminentemente bajunas: ir a un prostíbulo, a un casino y al bingo. Quizás el bingo sea el menos interesante de los tres lugares, pero faltaba en mi listado de experiencias imprescindibles – que ni incluye plantar un árbol ni tener un hijo.

Fui con un amigo al bingo más famoso de mi ciudad, que tiene hasta una parada de taxis propia. Ahora los bingos no se entienden como forma de ocio, pero en su momento eran una de las principales alternativas – casi todos nuestros padres han estado en el bingo y muchos de forma habitual. Salir de copas pero ir al bingo antes o después. La cita del bingo era un clásico en la estrategia de seducción. Basta con examinar la ubicación privilegiada de algunos de los locales para darse cuenta de que ese negocio, alguna vez, fue muy próspero.

Lo curioso de sitios como el bingo es que el público habitual es personas con poca formación. Y todo el mundo sabe cómo se juega al bingo. Pero cuando entras en uno, estás totalmente perdido. Sirva esta entrada como guía para aquellos que tengáis un lado bajuno que os neguéis a ignorar.

Lo primero es dejar tu DNI para que te preparen una ficha y comprueben que tienes la edad mínima. También que no estás en la lista de personas que se han autoexcluido de los locales de juego. Nos dejaron pasar sin incidencias.

Delante nuestra, tres clientas de libro: gitanas desaliñadas, con ropa de mercadillo, pelo no Pantene y surtido de bisutería. Mientras se juega al bingo se exige un silencio absoluto, por lo que no te dejan entrar en la sala hasta que concluye la partida en vivo. Ahí nos tocó esperar unos minutos con tan grata compañía.

Entramos en la sala. El aspecto oscuro recuerda a los casinos. Un montón de mesas enormes, como para sentarse ocho personas. En cada mesa, apenas dos o tres jugadores. Buscamos mesa desesperadamente, sin encontrar nada libre. Como dos hoygan, nos sentamos en una mesa apartada, hasta que alguien del personal nos dijo que ahí no nos podíamos sentar. Eso al menos, sirvió para que nos explicara un poco: lo normal es compartir mesa con otra gente.

Volvimos a buscar sitio, esta vez considerando los posibles compañeros de mesa. Las opciones eran todas malas: parejas de más de sesenta años. Grupos de jubiladas de más de setenta. Hombres solos y no exentos de problemas. Gitanas. Barajando entre pésimas opciones, encontramos una mesa libre. Comienza la diversión.

Ganar a la banca

A pesar de querer vivir la experiencia, las intenciones de perder dinero eran mínimas. Es más, nos planteamos el reto de ganar dinero. Todo basado en un hecho poco conocido por la mayoría de la población: la comida y la bebida en los bingos es muy barata. Así que si vas buscando tomarte unas copas tiradas de precio, el bingo es uno de los locales más a considerar. Precios de bar de barrio lleno de borrachos. En nuestro caso nos lanzamos de cabeza a la oferta del día: cena gratis.

Si sólo vas por la comida gratis, es importante ir bien vestido. Así que desempolvé el traje que sólo uso para experiencias extremas y llegamos al bingo con un aspecto Ocean’s Eleven que sabíamos era totalmente inapropiado. La gente que va al bingo no sólo viste con ropa de calle, en muchos casos son modelitos que pasarían por un pijama. Vestidos con traje y corbata, el cantazo estaba asegurado.

– Venimos por la cena gratis.
– Para eso, hay que jugar.

El objetivo pasaba a jugar lo mínimo posible para tener derecho a esa cena. Jugamos dos cartones de trámite. Costaban dos euros, de los cuales el Estado se queda con 0,40€. La empresa se queda otros 0,40€ y el resto, se juegan entre todos los participantes. La tensión se corta con un cuchillo mientras se dicen los números a toda velocidad. Una partida no durará más de dos minutos y el ganador del bingo suele serlo tras unas 75 bolas – entre las que se ha cantado una línea. La velocidad es frenética, así que si pierdes un número, porque alguien te ha distraído, se despiertan tus ansias de matar. Evita ser el causante de ese ruido.

Cuando se canta el bingo o la línea, se dispone de un sistema automático que detecta inmediatamente entre todos los cartones vendidos si hay un ganador. La verificación es casi instantánea y no admite errores. En la sala estábamos unas 80 personas. Por ganar un bingo, el premio eran unos 100 euros y se paga en efectivo en el acto.

Tras quedarnos a varios números de esperanza de premio, pusimos cara de tener hambre y pedimos al camarero. Había que jugar más.

Entre partida y partida hay un descanso de unos tres minutos, que sirve para que la gente hable, coma, tome sus bebidas, tenga algo parecido a un descanso. Los vendedores reparten los cartones a 2€ y los camareros sirven la cena. Nosotros observábamos de tapadillo la fauna de semejante circo humano. Dejamos pasar un par de partidas y volvimos a comprar dos cartones, con certidumbre de derrota.

Tras volver a perder, el camarero nos vio con mejores ojos. Pudimos pedir la bebida, la comida era menú único. Al rato aparecería la sopa, pero para entonces ya habíamos vuelto a perder: dos cartones más. Dos por dos por tres ya son 12 euros perdidos.

Qué decir de la sopa. Tomarte una sopa templada, mientras cantan números, en semi tiniebla, rodeados de personas hostiles que insisten en que compres más cartones. Al margen del desfavorable entorno, era peor que comida carcelaria. Tropezones escasos, salados y duros. Todo aderezado con el típico chusco de pan imprescindible en los menús del INMSERSO, que ni me molesté en quitar del envoltorio de papel.

Entre primero y segundo, y para tratar de digerir la sopa, fuimos a por otro cartón más. Jamás tuvimos opciones de acercarnos a un premio. Algunos se enfadaban por no haber conseguido su bingo – haberse quedado a falta de un número. Para nosotros era cuestión de tener nuestra cena low cost.

Llegó el segundo y aunque el aspecto era aceptable, la calidad era inexistente. Una ensalada embadurnada en un aceite muy poco virgen. Una sepia rebozada, más bien templada. Aunque se dejaba comer todo, era rancho de la peor calaña y nutricionalmente un crimen de lesa humanidad.

Dimos cuenta de esa porquería, esperando al postre que era la crónica de una muerte anunciada. Piña y melocotón en almíbar, sin paños calientes. Menú carcelario, de camping, de scouts, de escuela de verano, de comedor social. A euro la tonelada. Ya no recuerdo bien si jugamos algún cartón más. Incluso contando casos de comida en mal estado y cenas en China señalando un amasijo de signos en la carta, era lo peor que había comido en toda mi vida. Ahora bien, tirando de money-value, había sido una cena para dos a unos 16 euros. Precios de McDonald’s con opciones de haber ganado un premio de 100 euros.

Mientras estábamos en los postres se nos sentó una pareja en la misma mesa. En los cincuenta largos, ambos parecían estar bastante borrachos y trataban de hacerse los simpáticos mientras tachábamos números con menos esperanza que un náufrago. Cuando terminó la partida, se pelearon por elegir entre los dos cartones que les habían vendido – uno traía suerte, el otro no. Nosotros ya estábamos en retirada, la típica sensación de haber ganado a la banca y hecho un poco el gilipollas. Luego pensé que si escribía sobre nuestra experiencia y lo llenaba todo de publicidad contextual, recuperaría algo de mi dignidad perdida.

Preguntas de difícil respuesta

Hoy en día con Internet casi cualquier pregunta puede ser relativamente sencilla de responder:

Un oso camina 10 pasos al norte, 10 pasos al sur y 10 pasos al oeste ¿De qué color es el oso?

Si se quiere establecer un juego en el que las respuestas no estén “al alcance de internet” hay que encontrar preguntas más elaboradas, más abiertas. En algunos casos se pueden suscitar debates interesantes. Os propongo tres. Por favor, evitad centraros en lo improbable de los escenarios presentados.

1) El médico sin estudios.

Me fascina el estatus de los bomberos en España. Son el otro extremo de la balanza ocupada por los taxistas. Pocas profesiones tienen mayor reconocimiento social, a la par que dificultad para acceder al puesto, cuando en realidad se trata de una profesión “mediocre” en casi cualquier otro lugar del mundo. En España es más fácil ser médico que bombero.

Ahora bien, si por casualidad una persona consiguiera una plaza de bombero, sin haberse preparado para nada las oposiciones, no sería tan difícil que se consiguiera adaptar al trabajo, y con el tiempo lo desempeñara correctamente. No hay que hacer 100 dominadas con un brazo o correr los 1.500 en menos de 3 minutos 30 segundos para apagar fuegos.

El escenario es el siguiente: Has conseguido un título de médico en el mercado negro. ¿Cómo podrías aprovechar al máximo ese título de la mejor forma posible, sin poner en peligro la salud – de casi nadie, si sólo tienes conocimientos médicos “de lo que has visto en la tele”?

Una respuesta sencilla sería hacer cualquier oposición para la que sólo exijan un título universitario. Gracias a ser médico, se consiguen puntos extra o simplemente la opción de participar. Pero hay que pensar en algo más ambicioso, tal vez exista una especialidad donde puedas “tirar de Google”. En mi opinión médico es la carrera donde es más difícil sacar partido a un título falso – sin correr grandes riesgos para los demás. Y como bonus, otra pregunta.

¿Cuál es la carrera en que sería más complicado sacar partido de un título falso? Posibles respuestas: profesor de idiomas, músico de orquesta.

2) Las llaves.

Vives en el centro de la ciudad. Te vas de vacaciones de Semana Santa y justo quieren venir a tu casa unos amigos en esa fecha. Necesitas dejarles las llaves, pero no quieres dárselas a un vecino o amigo. No hay tiempo de enviarlas por correo. ¿Cómo les dejarías las llaves para que fuera casi seguro que las podrían encontrar sin problemas? En este escenario los amigos que vienen a tu casa no conocen la ciudad, no han estado antes.

Se me ocurre enterrar las llaves en una maceta que no esté al lado de la casa – hay que evitar que alguien se las lleve. Es complicado dar indicaciones precisas de una maceta. El sistema “debajo del felpudo” es demasiado arriesgado, cualquiera podría encontrarlas. No es trivial esconder algo tan pequeño como las llaves en un sitio al que hipotéticamente podría llegar cualquiera. ¿Qué se te ocurre?

3) El móvil de Bill Gates.

Esta pregunta la plantee en Quora con un resultado patético. El escenario es el siguiente: Te encuentras en el tren con una de las personas más importantes del mundo económico mundial, pongamos Bill Gates. Por un despiste, se levanta al cuarto de baño y deja su teléfono móvil desbloqueado en el asiento. Volverá en 45 segundos, porque no se lava las manos tras ir al baño ¿Cómo podrías sacar el máximo provecho personal de la situación, sin llevarte el móvil, dejando la ética en casa e ignorando si perjudicas a Bill Gates?

El objetivo es pensar qué partido podría sacarse de un teléfono móvil de última generación. Simplemente poder copiar el número de Bill ya es algo de gran valor. O el de su mujer. O el de algún ex-presidente de los Estados Unidos. Tal vez podrías incluir tu teléfono en la agenda con un nombre falso (por ejemplo “Director de Recursos Humanos en Microsoft”) Y conseguir algún que otro chanchullo lucrativo. O revisar la cartera de acciones de Bill Gates – valiosísima información privilegiada. También podrías llamar a su mujer y decir “su marido se ha dejado el teléfono aquí”. No estaría de más que Bill Gates te debiera un favor. No sé si la opción de instalar un programa espía puede ser viable o dada por válida.

Todas estas propuestas pueden conseguir un puñado de miles de dólares, pero me cuesta creer que uno no podría hacerse rico simplemente con tener el teléfono móvil de Bill Gates durante un minuto.

Podéis responder a estas preguntas en los comentarios. Recordad que aunque los escenarios sean estrafalarios, lo ideal sería dar respuestas lo más inteligentes posibles.