Henry Bessemer

En estos tiempos que corren se tiende a imaginar la innovación como una elección entre dos posturas posibles.
Por un lado la línea proteccionista: inventar algo – o robarlo – bloquearlo en la medida de lo posible mediante alguna patente y dedicarse a hacer caja con la creación.
Por otro la línea abierta: crear algo, facilitar su uso tanto como sea posible – incluso llegando a regalarlo – y luego tratar de cobrar con servicios relacionados con ese nuevo producto.
Un buen ejemplo de lo primero sería el caso de la fotocopiadora. El invento que catapultó al éxito a la Xerox Corporation. La Xerox estaba al borde de la ruina tras muchos años de infructuosa investigación, habiendo renunciado a algunas de sus otras líneas de negocio, en la búsqueda desesperada de una eficaz máquina copiadora.
Idearon un producto que todo el mundo necesitaba y que estaban dispuestos a pagar ya fuera comprando sus carísimas fotocopiadoras o por los derechos de fabricación de sus propias máquinas. El riesgo de su esfuerzo inicial se vio compensando con los sustanciosos beneficios posteriores.
Un ejemplo de producto abierto sería el primer libro de poemas de Borges “Fervor de Buenos Aires”, publicado en 1923. Borges compró 100 ejemplares de su propio libro y se los dejó a un amigo que trabajaba en la redacción de un periódico para que este los fuera colocando en los bolsillos de los abrigos de las visitas que por la redacción pasaran. Lo que de otro modo hubiera sido un libro más totalmente anónimo, pasó a ser un libro que tuvo una buena acogida ya que acabó siendo leido por mucha gente importante y recibiendo una buena crítica.
Que junto a estas dos posibles formas de crear hay muchas otras intermedias es algo que debe resultar bastante claro para aquel con algo de discernimiento. Muy curioso es el doble caso que nos muestra la vida del excelente inventor Henry Bessemer.
Henry Bessemer nació en 1813 en Charlton (Inglaterra). Hacia 1830 trataba de ganarse la vida con procesos relacionados con la mejora de los moldes y del refinado de metales. Un día fue a visitar a su hermana, que era una experta caligrafista. Esta le encargó que le comprara un bote de polvo de oro, con el que quería escribir las letras de la portada de un libro.
Cuando Henry volvió de la tienda se quedó asombrado por el sablazo que le dieron por un botecito de nada, sabiendo que el polvo de oro no podía contener nada de oro.
Siendo como era un miembro del gremio, se esmeró en investigar el proceso mediante el cual se realizaba el polvo de oro. Llegó a la conclusión de que podría mejorarlo y hacer que este producto fuera mucho más barato. El problema era que su sistema era demasiado simple. Si encargaba la maquinaria para realizar su procedimiento perfeccionado, alguien de la competencia vendría, lo copiaría y lo dejaría en la ruina.
Bessemer no tenía fondos suficientes para entablar una lucha de precios. Podía crear un producto nuevo pero necesitaba obtener el monopolio durante algún tiempo, para resarcirse de la inversión inicial y ganar dinero. La opción más lógica hubiera sido la de patentar su nuevo método. Pero las patentes del siglo XIX no eran muy diferentes de las de ahora. El solicitar una patente exige hacer una descripción muy detallada del producto o mecanismo que se pretende registrar. Esto no hace sino facilitar la copia por parte de aprovechados que siempre tenían un amigo indiscreto en la oficina de patentes.
Los robos eran frecuentes y sostener un litigio por infracción en los derechos de patentes era caro, extenuante y sin certidumbre de obtener un resultado satisfactorio. Sin medios económicos suficientes, Bessemer no podía arriegarse tampoco a patentar su idea.


Pero resuelto como estaba a llevar su nuevo sistema de obtención de polvo de oro, decidió usar un método bastante ingenioso: se encargó de fabricar su polvo de oro en secreto. Dividió cada uno de los procesos en tareas totalmente disjuntas. Para cada una de esas tareas encargó la máquina correspondiente en una ciudad europea diferente, para que nadie tuviera una idea de lo que pretendía hacer. Una vez obtenidas las máquinas, las ubicó en un almacén sin ventanas (los riesgos laborales y la salubridad son un invento moderno) y separó a los obreros en areas bien diferenciadas dentro del almacén. Se encargaban de hacer su tarea pero no sabían exactamente cómo funcionaba el conjunto. Había zonas reservadas dentro de la fábrica donde sólo los más cercanos al propio Henry Bessemer podían entrar. Algunos obreros sabían que trabajaban en una fábrica pero no sabían ni qué era lo que estaban fabricando.
Con ese método tan poco ortodoxo Henry Bessemer consiguió invadir los mercados con un polvo de oro mucho más barato. Gracias a él, consiguió su primera fortuna.
Sin embargo, Henry Bessemer no obtuvo su fama mundial con el polvo de oro, sino con el proceso Bessemer para la producción de acero.
Bessemer se enfrentó a un gran problema de la época: el acero era un material excelente pero resultaba costosísimo fabricar acero de buena calidad. Viendo que quien fuera capaz de mejorar la producción de acero se haría de oro, Bessemer diseñó un proceso que tenía visos de tener éxito.
Tal era el interés ante un invento así, que inmediatamente cinco grandes productores de acero solicitaron licencias de su producto. La situación era muy diferente a la del polvo de oro: Bessemer no podía fabricar por sí mismo el acero, pues necesitaba de las infraestructuras de algunos de los fabricantes de la época.
Sin embargo, el método de Bessemer no resultó tan bueno como en un principio se pensaba. El acero que se obtenía era tan caro como el empleado por los métodos anteriores. Los fabricantes rechazaron su producto. Bessemer sin embargo insistió en mejorar su sistema. Dos años después tenía un nuevo procedimiento bastante eficiente de obtener acero, pero los fabricantes ya no estaban interesados en licenciar su sistema.
Lejos de desesperarse, Bessemer tomó el toro por los cuernos y se embarcó en una tarea desesperada: él mismo se encargó de producir ese acero, fundando su propia acería. Para ello no sólo tuvo que invertir toda su fortuna: también el dinero de muchos de sus amigos. Si aquello no funcionaba, sería el fin.
Tras algunos titubeos el proceso Bessemer se mostró como muy superior al de los competidores. Pronto estaba vendiendo su acero 20 dólares la tonelada más barato que todos los demás. El resto de los fabricantes se rindió a su sistema y le pagaron más de un millón de libras esterlinas de la época sólo en royalties.
El aspecto legal de esta segunda gran aventura de Bessemer no estuvo exento de fortuna. La primera patente de Bessemer se refería al método que posteriormente tuvo que modificar, así que no le protegía exactamente ante su método definitivo. En aquella época mucha gente estaba luchando por mejorar la fabricación del acero y todos aprendían de todos. Tampoco había lugar para ocultar los métodos cuando todo estaba a la vista. Bessemer tuvo la mano izquierda de comprar una patente que le podía molestar y tuvo la gran suerte de no tener que llegar a juicio con Robert Mushet, otro inventor que aportó también ideas muy importantes al proceso de la obtención de acero de calidad a buen precio.
Si en la primera historia Bessemer no pudo actuar libremente, siendo su única opción el ocultar su producto tanto como fuera posible, en la segunda la situación era totalmente opuesta: si no mostraba públicamente la eficacia de su método y trataba de que esta fuera puesto en práctica por todo el mundo – incluso los competidores – no tenía perspectiva alguna de éxito. Y es que la acería de Bessemer no fue sino un desesperado método para publicitar su producto.
De la máxima oscuridad al mínimo secretismo: la creación tiene cientos de posibles rostros.
Via el libro Banvard’s Folly. Las mejores historias nunca están en la red.

2 comentarios en «Henry Bessemer»

  1. Me ha sorprendido un poco esta frase. “sabiendo que el polvo de oro no podía contener nada de oro”.
    Que yo sepa el polvo de oro utilizado en artesanía, damasquinados, etc es oro auténtico.

    [Comentario zrubavel: Creo que es una confusión de términos, nada más. Hay un subproducto que es un polvo dorado y otro es oro en polvo. El de Bessemer es el primero.]

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