Vacaciones 2050

Según el plan “España 2050”, para conseguir un futuro más sostenible, nuestro país debe adaptarse poco a poco hacia un mundo donde los desplazamientos se realicen por medios de transporte menos contaminantes, en muchos casos sustituyendo el avión con el tren. Teniendo en cuenta que los políticos no saben ni lo que van a hacer la semana que viene, el plan no deja de ser un brindis al sol que traspasa lo surrealista.

La lucha en favor del ecologismo se ha convertido en una auténtica ficción: Coches eléctricos que contaminan menos que los de diésel, pero claro, sacando de la ecuación lo que cuesta ─en términos contaminantes─ hacer un coche nuevo; vehículos que no contaminan, porque funcionan con hidrógeno ─sin tener en cuenta que ese hidrógeno se obtiene del gas, en un proceso que además le hace perder eficiencia energética; reemplazar la carne ─por su alto consumo en agua─ con alimentos ultraprocesados, que aparentemente se obtienen de la nada.

Así, se me ocurrió la idea de salir de una distopía ─la sanitaria─ entrando en otra: la ecológica. ¿Cómo sería disfrutar las vacaciones de este año moviéndose en tren en lugar de avión?

Teniendo en cuenta que vivo en un extremo de Europa, la opción de hacer todo el viaje en tren es absolutamente inviable. Así que tuve que empezar con un vuelo, a Amsterdam.

Es sorprendente lo que ha cambiado el transporte aéreo. Antes había una sana competencia y se podía ir desde A hasta B usando diferentes compañías, precios y horarios. Ahora muchas rutas, algunas de ellas muy frecuentadas, apenas si tienen un vuelo diario. Los aviones no se llenan y los precios han aumentado más de un 50% desde antes de la pandemia. Ha subido el precio del petróleo, las empresas están arruinadas ─muchas de ellas siguen apenas vivas gracias a ayudas estatales─ y el número de usuarios ha caído en picado. Alguien tendrá que pagar los platos rotos, o una parte de la vajilla al menos.

Mientras los aviones se llenaban de polvo en aeropuertos secundarios, con costes de aparcamiento más bajos, las aerolíneas se han dedicado a una sola cosa: mejorar la experiencia de compra de sus páginas web.

Lo que ocurre en la web de reservas de una aerolínea sería intolerable o directamente ilegal, en cualquier negocio, especialmente offline. La experiencia recuerda a cuando uno entraba en Ikea y tenía que recorrer la tienda completa para poder salir. Con el añadido de tener a talibanes armados parapetados detrás de algunos muebles.

En cada paso hay un extra que pretenden cobrarte, extra que no te dejan esquivar fácilmente. Rechazarlos invoca agresivos pop-ups que te hacen dudar si será posible volar sin facturar tres tipos de maleta diferente o alquilar un coche. El engaño está ahora sustentando en que la facturación de maletas es prácticamente ineludible, junto con el miedo Covid, que permite introducir diferentes tipos de seguro.

Cuando completas la compra, habiendo pagado algún extra de más, te encuentras con la gracia de que el gobierno del país de destino te pide alguna documentación extra. En mi caso, Holanda se comportó de buen rollo, pero España me hizo rellenar un proceso tan absurdo como innecesariamente complejo.

Ha sido este un muy buen verano para viajar. Destinos masificados en verano, como Amsterdam, estaban muy despejados. Hoteles con habitaciones libres donde elegir, precios mundanos y museos que no parecían el metro en hora punta. Antes de la pandemia, algunos destinos se habían vuelto totalmente imposibles. Barcelona estaba absolutamente fuera de control: en fechas como el anual Mobile World Congress era casi imposible encontrar una habitación libre, aún pagando fortunas. En verano la visita a la Sagrada Familia implicaba colas extenuantes. París o Londres, en verano, sólo podían verse dedicando horas de espera a cualquier atracción importante, para luego disfrutarlas en pésimas condiciones. Me imagino que el Barrio Rojo de Amsterdam iría igual, teniendo que aguardar en cola junto a las ventanas, detrás de tus futuros compañeros de cama.

Las “medidas sanitarias” contra el virus, en Holanda, se limitaban a llevar mascarilla en los transportes públicos. Para un español, acostumbrado a llevar doble mascarilla hasta en exteriores, totalmente somatizado con la experiencia del confinamiento, la sensación de desnudez es más agradable que un final feliz en la calle de los neones rojos.

A diferencia de España, Países Bajos todavía no ha vivido la Sexta Ola, pero con tan poca precaución, es cuestión de tiempo que haya una catástrofe. Creo que deberíamos empezar a hacernos a la idea de una Unión Europa sin Holanda.

En Amsterdam, paseando por la calle, podían detectarse a los españoles de la misma forma que se diferencian a los islamistas más extremos: por cómo se tapan. Si una familia pasea con mascarilla por la calle en ese país, puedes afirmar con un 100% de seguridad que son españoles.

La sobredosis de seguridad a que estamos acostumbrados en nuestro país choca con el mundo real que hay ahí fuera: pasear por las calles de Holanda con mascarilla es percibido como algo grotesco. El kit clásico es el de una familia con dos hijos en que los niños llevan mascarilla ─no están vacunados, son super contagiadores─ y uno de los progenitores también ─se considera persona de riesgo, especialmente por estar en contacto con dos menores no vacunados.

Se suponía que se viajaba para aprender de otras culturas, pero cuando se dispone de una formación superior, no es necesario dejarse influir por costumbres bárbaras. Visitar una ventana del barrio rojo, tras un turco, un francés, un paraguayo y dos rumanos, pero salir con una sonrisa de oreja a oreja oculta bajo la mascarilla protectora.

De Holanda pasé a Alemania, en un trayecto de unas cuatro horas. Las webs de trenes han captado el mensaje de la agenda progresista y se están adaptando a tomar el relevo de las aerolíneas. En Alemania podías comprar un billete, pero sin tener un asiento asignado ─algo que tenía un precio extra. Pero a diferencia de los aviones, no te dan el asiento más repugnante posible, sino que te dejan a tu aire recorriendo el tren como en el juego de las sillas. ¿Está este asiento libre? De momento, el resto de extras eran fáciles de evitar.

Alemania tiene mucho parecido con España, y cada región tiene reglas propias. En la primera región que visité, había que llevar mascarilla en interiores. Pero en la segunda, habían sustituido esto con un proceso de check-in. Das tus datos personales en cada sitio que entras y así, si se detecta un caso, es fácil informarte de que quizás estás en riesgo. O al menos dar la impresión de que un proceso así va a tener lugar. Con un poco de sentido común, es casi imposible conectar una hoja de papel rellena en una cafetería con ninguna base de datos en tiempo real.

En algunas tiendas de Alemania exigían mascarillas FPP2 para entrar, un progreso bastante sorprendente, que extraña no se haya implantado en España, el país más seguro del mundo. Tengo entendido que eran requeridas para el transporte público durante algún tiempo, pero ya son cosa del pasado.

Tras cruzar todo Alemania ─un país precioso que absurdamente casi nadie considera para sus vacaciones, más allá del manido Berlín─ tocaba Austria.

El país creador del Red Bull, donde nació Arnold Schwarzenegger y otras celebridades menores como Mozart y Freud, tiene trenes más baratos ─así que supongo que más ecológicos y progresistas ─ que su vecino del norte.

En mi nuevo destino turístico pude encontrar una novedad en la lucha contra la pandemia: el carné de vacunación lo piden en todas partes, hasta en las terrazas de los bares. Pero luego van totalmente por libre, no llevan mascarilla en ningún sitio, quitando los transportes públicos. En uno de los hoteles en que me alojé, pude ver cómo algunos españoles se quejaban en las valoraciones, indicando que el personal de recepción les atendió sin mascarilla. Nada como viajar para imponer tus convicciones a los demás, aunque sea con el pataleo de las votaciones por internet.

Visitar Austria, sin apenas turistas, en verano, ha sido una experiencia extraordinaria. Moverse por sus maravillosos museos por salas totalmente vacías me ha hecho darme cuenta de que no es que no me gusten las exposiciones, lo que no me gusta es ver un cuadro dando codazos, guardando turno, esquivando selfies. Lo que es, a título personal, una vivencia muy positiva, se traduce también en un sentimiento de pena al saber que si de cada diez turistas sólo había uno este verano, hay cientos de damnificados que se han quedado sin trabajo, cadenas de producción destrozadas que jamás volverán a ser lo que eran.

En la última noche austríaca tuve la oportunidad de ir a un concierto popular ─algo que otros años hubiera costado semanas de reserva previa─ donde pude contemplar a los viajeros españoles más auténticos. Una pareja, con su inexcusable mascarilla en exteriores, que se plantó en un concierto de música clásica con dos niños que no tendrían más de 5 años. Durante toda la primera parte estuvieron hablando o llorando sin parar. En la segunda no sé si los echaron, o se fueron en un inesperado gesto de sentido común. Aunque también puede ser que se marcharan escandalizados porque en cuanto se apagó la luz y empezó a sonar la música, todo Dios entre el público se quitó la mascarilla, convirtiendo un acto cultural con el aforo al 100% en una auténtica tragedia sanitaria.

La vuelta a España tuvo que ser también en avión. Me acostumbro a la agenda del futuro poco a poco. Quedé atrapado en la trampa perfecta: el traicionero proceso de compra de billetes de aerolínea no me dejaba facturar sin pagar un extra, y gobierno de España me requería que completara un detallado informe sobre quién era, a dónde iba y de dónde venía. El proceso era un tedioso formulario, celada mortal para abuelos, donde tienes que registrarte, recibir un SMS de activación (estando en el extranjero) y luego completar un formulario en varios pasos.

Para completar el formulario tenías que indicar tu número de asiento y para poder tener número de asiento tenías que hacer check-in ─algo que no quería hacer pagando. Además la compañía decía que sin el formulario para España rellenado, no iban a dejar volar.

El paso más delirante del formulario era que había que introducir tu tarjeta de vacunación (como PDF) y de ahí podían validar que eras apto para entrar en el país. Así que básicamente el pasaporte Covid sólo sirve para rellenar un segundo pasaporte, que ese sí es imprescindible.

Ni qué decir tiene, los mostradores de check in de la aerolínea era una auténtica carnicería. La mitad de la gente llegaba, tras una larga cola, a toparse con que le faltaba algún documento. O el requerido por España, o el hecho de que ya no se puede hacer check in en el aeropuerto (hay que hacerlo antes, por Internet). Personas mayores con su pasaporte covid plastificado que no han hecho un trámite online en su vida, agobiados ante la acelerada agenda digital.

Han sido unas muy buenas vacaciones, en lo personal. Pero no deja de ser triste ver a los que no estaban viajando: los jóvenes. Muchos atrapados en su calendario de inmunización, que no les garantizaba un viaje cómodo, o simplemente en su ruina personal y económica, la generación ignorada. Más familias y personas mayores como yo, en lugar de veinteañeros dispuestos a volver a casa con un montón de historias que contar y alguna nueva ETS que ocultar.

Personalmente creo que no hay vuelta atrás a la “antigua” normalidad, en lo que a turismo se refiere. Hay gente que este año se ha quedado fuera del mercado, ya sea por problemas económicos, por miedo a la pandemia, o por el muy razonable miedo a verse atrapado en un sinsentido de PCRs positivos, contacto con algún positivo o simplemente síntomas de fiebre causados por una resaca brutal que te dejen en tierra.

Pero lo mismo volverá a pasar el que viene. Habrá nuevos pobres, nuevas personas que han empezado a trabajar y no tienen vacaciones. Nuevas olas, nuevos países en rojo. Nuevos conflictos bélicos. Y luego, las aerolíneas no van a volver a lo de antes. No van a ofertar tantos vuelos. Y recíprocamente, una parte enorme de la demanda ha desaparecido: el turista barato que se compraba un vuelo a Ibiza para un par de noches, porque era más barato que salir de fiesta en su país, el viajero de eventos masivos, como conciertos o festivales, el turismo de lujo de los congresos.

Se nos olvida lo que ha costado llegar a este ecosistema turístico. De 2009 a 2019 el turismo ha subido un 50% en España, aprovechando los problemas de otros destinos, un boom económico y una profesionalización del sector. Pretender volver a lo de antes, en un año o en dos, es demasiado optimista.

Los viajes en avión no hacen sino depreciarse en calidad y precio. Tienes que pasar más horas para realizar los trámites, te dejan volar con menos equipaje y hay todo tipo de limitaciones en lo que puedes transportar. Además de que el riesgo de cancelación o de pérdida del vuelo porque falte algún documento ha dejado de ser irrisorio. Se dice que los vuelos de larga distancia no son rentables si no se completan con pasajeros en primera clase, algo que empieza a resultar una utopía en los tiempos en que ya no se hacen desplazamientos por trabajo, así que imagina planificar todas tus vacaciones y que semanas antes la aerolínea te avise de que cancela el vuelo ─su nuevo comodín tras la pandemia, anular sin coste ni alternativa lo que no resulte rentable.

Es cuestión de tiempo que los destinos turísticos cambien, enfocándose más hacia destinos más cercanos. Es lo que ha sucedido los dos últimos años, pero no veo un motivo por el que solo sea una tendencia provisional. En ese sentido, en Europa, Francia tiene muchas ventajas al respecto, con una ubicación geográfica mucho menos periférica que España, Grecia o Turquía.

Viajar en tren es muy agradable en comparación a hacerlo en avión, no tiene ni una sola desventaja. Pero será una opción sólo para aquellos países con muchos vecinos próximos. Y España, no es uno de ellos.