Pedir en el restaurante

Cuando uno va por primera vez a un restaurante indio, ante lo desconocido suele uno dejarse llevar por las recomendaciones del camarero, de quien nos ha llevado al lugar, o acabar optando por el menú degustación. En los tres casos acabará tomando más o menos lo mismo: samosas y pakoras de primero, pollo tandoori con arroz basmati de segundo.
Si el estómago es propicio, uno saldrá contento del restaurante y con la clásica fanfarronería que nos caracteriza pronunciaremos aquello de “me gusta la comida india”.
La segunda vez que vas al restaurante no serás tan pardillo de pedir el menú degustación, habrá que pedir platos distintos a la vez anterior. Y aquí comienza el drama: con la restricción de no poder pedir lo ya probado la carta empieza a empequeñecerse (palabra con seis ‘e’ seguidas, como si nada). La probabilidad de pedir algo que no sepa bien es cada vez más alta.
Cuando vamos a un restaurante casi nunca pedimos lo que realmente nos apetecería comer. Es un absurdo constante. En todos los estudios en que se ha preguntado por los platos favoritos de la gente, los primeros puestos eran para los huevos fritos con patatas, la tortilla, el cocido. Y raro es el restaurante que no los ofrece en su carta. Pero cuando llegamos allí nos sentimos tentados de pedir algo extraño, intrigante. Los huevos fritos con patatas pasan a ser aburridos, el cocido es de paletos y la tortilla de patatas algo que venden en el supermercado, listo para ser descongelado.
De la lista de platos, tras descartar a los sencillos, que seguramente serán los mejores, se tiende a pedir de entre lo que queda. En el caso del indio es muy probable que la segunda visita resulte desencantadora. Entonces se dice aquello de “el otro restaurante indio era mejor”, cuando en realidad simplemente en el otro se pidieron mejores platos.
Otra restricción terrible es cuando se come en grupo. Es frecuente aquello de pedir platos para compartir. En tal caso, se siente uno obligado a probarlo todo. Pero si hay alguien que tiene un plato preferido – por ejemplo las croquetas – no lo quedará sino comer una pequeña cantidad de la que le gustaría. Y es absurdo. Si comen cuatro personas, se pueden pedir cuatro entrantes. Como las listas de entrantes no son infinitas, de los cuatro platos un posiblemente no atraiga a priori a ninguno de los comensales. Otro se pida por el capricho de uno de ellos. Así sólo quedan dos platos sobre los que poder opinar. Precisamente el hecho de pedir en grupo despierta la vena experimental a la hora de pedir, provocando platos más extraños que los que uno pediría para él solo. Uno que podía haber comido muy a gusto sus cinco o seis croquetas se ve obligado a zamparse dos – quedando como el tragón – y picotear de platos que quizás nunca jamás habría querido comer.

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La otra loteria

Vuelve la lotería de Navidad y con ella es difícil no escribir una entrada llena de topicazos.

La lotería de Navidad no es la que reparte mayores premios, por ejemplo la misma lotería del Niño tiene un primer premio más elevado. Si te toca el primer premio por mucho que invites a todos tus vecinos del barrio no tendrás para más que algún capricho o tapar los famosos agujeros. Los 200.000 euros del primer premio son muchos euros pero hay abuelos que no están dispuestos a vender su piso del yugo y las flechas por tan irrisoria cantidad.
La lotería de Navidad es una actividad social, en que la gente compra lo mismo que sus amigos y compañeros; tiene un tema de conversación en común y sabe que si tiene suerte esta no le beneficiará sólo a él, sino a todos sus allegados.

Los cuatro gatos que no compran lotería de Navidad son unos amargados que, al final, recuerdan el absurdo de comprarla. Porque comprar lotería de Navidad es participar de una ficción: imaginar en qué se gastaría el dinero, hablar con los compañeros de trabajo, deberle dinero de medio boleto a un amigo, es algo que une pero al fin y al cabo una pérdida de dinero. El que no compra hace de Némesis que nos pone los pies en el suelo.
En bolsa, si crees que un valor va a subir, compras acciones y ganas dinero. Pero si crees que va a bajar puedes operar con futuros, apostando a que la empresa irá mal. Y también ganar dinero.

En los portales de apuestas puedes jugar a que el Atlético de Madrid gana, pero también puedes apostar en su contra. Tener información, no importa el resultado, te puede hacer ganar dinero.

Con la lotería de Navidad parece que no hay opción: o se juega y se pierde dinero – en promedio – o no se juega.

Sin embargo la peculiaridad de este sorteo permite pasarse al lado del enemigo. Uno puede hacer de banca en la lotería de Navidad y asociarse con el Estado. De la recaudación, sólo la mitad va destinada a premios. Esto quiere decir que el beneficio que obtiene el Estado es del 30% de la ventas, un margen escandaloso.

Al igual que se puede apostar porque este año nos lo merecemos y seguro de que sí, uno puede jugar del lado del Estado: apostar a que no le va a tocar el premio…y ganar dinero.

La técnica es sencilla: basta con vender participaciones de un número que no se tiene. Digamos que encargo unos talonarios de participaciones de los décimos 35003 y 60651. No importa al precio al que lo haga, aunque para disimular tendría que obtener un sobrebeneficio. Lo más probable es que me lleve limpio todo el dinero que consiga. Es muchísimo dinero. La probabilidad de que tenga que devolver casi todo el dinero (con dos reintegros) suponiendo que hubiera dos, es bajísima (2%) y la probabilidad de que no de ningún reintegro es del 62%, esto es, muy alta. Pero como en este sorteo sólo hay un reintegro, el beneficio está asegurado.

Que ocurran premios mayores es algo bastante improbable. Si hay unos 100.000 números y sólo se reparten 1.700 pedreas, la probabilidad de que toque una de estas es de nuevo insignificante. Con los terceros, segundos y primeros premios ocurre lo mismo. Y todos sabemos las probabilidades de estos (una entre cien mil, menor que la probabilidad de que te parta un rayo).

Los inconvenientes están ahí. El miedo a que tocara el premio – con la consiguiente necesidad de empadronarse a más de 5.000 kilómetros de Madrid – hará que más de uno no se atreva. De todas formas, todos los años hay gente que usa este método para ganarse un sobresueldo muy interesante. A algunos los descubren porque acaban vendiendo números que consiguen premio. Ya es tener mala suerte.

De todas formas este procedimiento, que aquí se enuncia de forma teórica, es del todo ilegal y no recomiendo a nadie que lo ponga en práctica, es más, si conoces a alguien que lo haga, deberías denunciarlo en la Comisaría de Policía más cercana.

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Italiano para principiantes

Todavía me acuerdo de lo primero que puse en descarga con el Emule: Italiano para principiantes una película danesa.
En su momento la película tuvo cierto éxito y está bastante bien considerada. El caso es que no la acabé viendo, sobre todo porque los subtítulos que me descargué no estaban bien sincronizados con la imagen. Y la película tenía pinta de ser un señor tostón.
El argumento sin embargo es muy interesante. Varios corazones solitarios de una ciudad danesa coinciden en un curso de italiano para principiantes. Partiendo de la experiencia del curso, muchos acaban entablando una relación afectiva.
El tratamiento de la película, según parece pues insisto que no la he acabado viendo, trata de indicar más el hecho del momentum que el iniciar un curso de idiomas, siendo una persona ya adulta, puede significar en una vida que, quizás, se había vuelto un poco monótona y aburrida.

I

Los cursos de idiomas para adultos son un lugar altamente interesante y del todo recomendable. En primer lugar, es una experiencia positiva, que implica un deseo de crecimiento personal. Empezar a aprender un idioma, cuando tienes treinta o cuarenta años, no puede hacerse sino desde una postura humilde, la de la certeza de que quizás nunca se acabe dominando ese nuevo lenguaje. Esa mezcla de ganas de mejorar sin pretensiones grandilocuentes me parece simplemente maravillosa.
No debe sorprender por ello que en los cursos para adultos de idiomas se encuentren personas realmente interesantes. Aunque sólo fuera por este motivo, merece la pena apuntarse a las clases.
Hay madres que tienen hijos que van al instituto y que se plantean aprender aquello que la vida que tuvieron nunca les había permitido conseguir. Hay directivos pisando la cincuentena que se niegan a no conseguir un ascenso por no saber ruso. Hay jubilados con más iniciativa que la de empadronarse en Benidorm.
Pero sobre todo, hay gente con tiempo libre, que ha terminado la universidad, o lleva unos pocos años trabajando. Son personas ambiciosas que no se conforman con el primer empleo con que se han topado y que, tras ver las orejas al lobo, intuyen que algo más que un inglés nivel medio puede ayudarles y mucho en sus carreras. No hablo de los fanáticos de la titulitis, que prefieren obtener un Proficiency antes que pasar un año en Inglaterra o Irlanda. Hablo de gente que, de la nada, se enfrenta al chino, al alemán o al italiano.
La mayoría acabará siendo capaz de mantener una insignificante conversación en el idioma objetivo. Y no llegará más lejos en sus logros. Cuantos más años se tiene, más difícil es aprender y más fácil olvidar. Lo importante, insisto, no es en el hecho del idioma que se aprende, sino en la actitud de la persona.

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Extrema derecha

Una de las principales causas de que en la mayoría de los países sólo existan dos partidos políticos mayoritarios – republicanos y demócratas, izquierda y derecha, centro izquierda y centro derecha – es la actitud de los votantes.
El votante es un animal de instintos muy primarios: votará al partido que quiera que gane las elecciones.
El simple hecho de dejarse guiar por un principio tan simple es un grave error. El ecologista sabe que el partido de Los Verdes no podrá ganar las elecciones y en muchas ocasiones ni siquiera recibirá un voto del que sería su votante natural, porque este creerá que se trata de un voto inútil.
Los mismos partidos políticos suelen hacer, en la campaña electoral, una llamada hacia el voto útil. Lo cual no deja de ser un insulto a la inteligencia de los votantes, por cuanto cualquier partido, por muy minoritario que resulte, puede tener una amplia significación en el Gobierno. Basta con que los partidos mayoritarios no tengan mayoría absoluta.
En España tenemos numerosos ejemplos en que partidos más bien pequeños adquieren un considerable poder gracias a que, unidos a otros partidos políticos, permiten formar una mayoría simple.
Si queremos comportarnos como auténticos miembros de la Democracia no debemos votar al partido que queramos que gane. Y si queremos tener un voto realmente inteligente, tal vez ni siquiera tengamos que votar al partido que más nos simpatice.
La extrema derecha suele defender posturas radicales. Por lo general su política puede definirse como no democrática. Establece distinciones entre ciudadanos de primera, segunda y enésima categoría. Cuanto más blanca sea tu piel, más generaciones lleves viviendo en el país, mejor sea tu dicción, más dinero ganes y más bienes tengas, más cerca estarás de formar parte de esa primera categoría. Algunos de sus postulados, sin embargo, suenan muy bien. ¿Qué me ha de importar que discrimine a determinados colectivos si a mi me ponen en primera clase? Y es que en general, la defensa de la extrema derecha es sobre las clases más comunes: los nacidos en España, los católicos, los heterosexuales, los que trabajan, los de raza blanca.
No me convencen las ideas que defienden este tipo de partidos. Jamás querría ser gobernado por un político de la extrema derecha. Sin embargo, votar a la extrema derecha puede resultar muy provechoso en un país como España. Y me explico:

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Sistemas legales

Parece que sólo hay dos formas de entender los crímenes. Como un acto propio de personas indeseables – y que por tanto debe ser castigado – o como un acto cometido por una persona con principios éticos equivocados – y que por tanto debe ser reeducada.
La postura del delito con castigo es la que se entiende en la mayoría de los países del mundo. Estados Unidos, por ser el primer país del mundo según tantos criterios, es una excepción entre los países más desarrollados. Lo normal en el primer mundo es entender que el delito es un error que puede corregirse.
La pena de muerte es una postura lógica en la postura represora. Un criminal demasiado malvado no es más que un estorbo para la sociedad y si se le quita de enmedio el mundo funcionará mejor. Si pensamos en los delitos como meros errores, la pena de muerte carece de sentido.

La pena de muerte

Básicamente las posturas ante la pena de muerte son esas dos: si el criminal es irrecuperable, o no se desea intentar su reinserción, se le mata. De lo contrario, se le permite la vida.
Aún queda el intangible principio del Derecho a la vida. En mi opinión, esta frase es tan etérea, que carece de sentido. Parece un Derecho Fundamental, casi el más elemental de todos. ¿Cómo se puede tener derecho a una vivienda digna si primero no se tiene derecho a la vida?
El derecho a la vida es un terreno movedizo dentro de cualquier sistema jurídico. Parece una convención elemental e incuestionable, pero en realidad es un término vago que provoca muchos quebraderos de cabeza posteriores. ¿Qué se pretende defender cuando se habla de derecho a la vida? La idea principal es establecer que ninguna ley escrita por los hombres puede oponerse a la Ley Natural en que un animal, en este caso el hombre, luchará hasta las últimas consecuencias por salvar su vida. Alguien que mate a un criminal en defensa propia, cuando corriera riesgo de perder su vida, no deberá ser castigado por la ley (o al menos no muy severamente). Además, deben promoverse leyes que faciliten el que los ciudadanos mantengan su vida: penando con dureza los asesinatos, tratando de encontrar a los asesinos con mayor interés que al resto de delincuentes.
La formulación del concepto es muy simple, pero da problemas cuando se abordan cuestiones relativas al aborto, la eutanasia y la pena de muerte. Precisamente la simplicidad del término Derecho a la vida acarrea todos estos problemas. Al igual que los principios de las Matemáticas pudieron revisarse en el siglo XX, quizás el enunciado de ese derecho, que suele ser uno de los primeros de todas las constituciones, debiera realizarse en términos menos sencillos pero más exhaustivos. Escapa a mis posibilidades sugerir un enunciado alternativo.

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La anarquía de la ilusión

I

A mi hermano pequeño, cuando tenía siete u ocho años, le dió por los mapas. No me atrevería a decir la geografía, porque lo único que le interesaban eran los mapas propiamente dichos. Eran unos que habíamos encontrado en un contenedor de la basura, formaban parte de un atlas y ahora no eran sino páginas arrancadas.
Los mapas habían estado rondando por casa algún tiempo hasta que él los tomó. Resultó ser una excelente forma de tenerlo entretenido. Lo dejábamos allí, mirando el mapamundi, u observando las cordilleras de África y estaba quieto y callado.
Al cabo de unos días comenzó a hacer preguntas. Se refería a lugares que nunca antes había oído. Su forma de aproximarse a los mapas había sido totalmente autónoma, sin más criterio que las formas de los propios continentes. Así, le había llamado mucho la atención la Antártida. Se conocía la región como la palma de su mano, podía identificar cualquier lugar del continente. También podía dibujarlo de memoria con mucha precisión.
No era el único lugar que conocía, en realidad había acumulado un montón de conocimientos extraños: regiones del Congo, islas del Pacífico sur, las principales ciudades de Brasil.
Me resultaba divertido ver cómo conocía lugares tan inusuales pero no sabía ni cuáles eran las provincias de Cataluña o la capital de Francia. Un día le dije que debía centrarse en contenidos más prácticos: España y Europa, primero las capitales de los países, y luego si acaso entrar en conocimientos más profundos.
Poco tiempo después me di cuenta de que ya no pasaba tiempo con los mapas. Dejaron de interesarle y nunca volvió con ellos.

II

Una parte de mí se siente culpable por haberle tratado de sistematizar. La que era una afición pura se había convertido en una especie de profesión. El Mar de Ross y Dumont d’Urville eran sus descubrimientos y le parecieron más interesantes que el Mediterráneo o París. Seguramente, con el tiempo, si aquello hubiera perdurado, habría acabado acercándose, por la Costa Azul, poco a poco, a todos esos lugares más cotidianos.
Tal vez era cuestión de tiempo que lo acabara dejando, desde luego por culpa de ciudades como París, Berlín y Madrid perdió un poco de la ilusión de vivir.

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La evolucion de la inteligencia

La medida de la inteligencia humana siempre ha estado sujeta a todo tipo de suspicacias. Ha servido para catalogar a los hombres y distinguir a los mejores de los peores, lo cual va en contra de todo principio de igualdad.
A lo largo de la historia, se ha descubierto que los negros eran menos inteligentes que los blancos, o que los extranjeros eran menos listos que los norteamericanos. Todo ello mediante estudios sesgados que utilizaban un sistema de medición muy parcial.
Con el paso del tiempo, el método para medir la inteligencia, a través del Cociente de Inteligencia (CI) se ha ido perfeccionando hasta eliminar posibles errores que permitan que una persona, por su cultura, educación o sexo pueda responder más acertadamente a determinadas preguntas que otras de diferente extracción cultural o social.
Aunque sigue habiendo quienes defiendan la imposibilidad de medir exactamente la inteligencia a través de los test, al menos hay casi unanimidad en afirmar que lo que miden los test de inteligencia es algo independiente de cultura, religión, sexo o posición social.

I

Recientemente se publicaba un estudio que mostraba un resultado estremecedor: los hombres son más inteligentes que las mujeres, en un promedio de cinco puntos (para una media de cien puntos).
Automáticamente surgían protestas por todas partes. Sobre todo, por parte de mujeres. Las mujeres tienen otras habilidades, la famosa inteligencia social, en que superan a los hombres. El estudio no era correcto porque la inteligencia no se puede medir con un test. Un largo etcétera de razones que se reducen a un muy triste razonamiento: la democracia de la inteligencia.
Tenemos tan metido en la cabeza que todas las personas somos iguales (ante la ley) que empezamos a pensar que tenemos que ser iguales en todo. La inteligencia es una forma más en que se exige una igualdad. Los resultados que han mostrado divergencias con esta aserción han sido cuestionados, en la metodología, en la validez de la muestra, o en la misma validez del CI como medida de la inteligencia. Pero mientras se realizan todas estas cuestiones sin dudar, los test de inteligencia se siguen empleando por todo el mundo para medir la capacidad de los estudiantes, de los aspirantes a un puesto de trabajo o de los presidiarios para determinar si pueden ser ejecutados o no.
Hay un acuerdo tácito de que los test funcionan, pero no se permite decir que muestran diferencias a veces alarmantes. El caso de la inteligencia de hombres y mujeres no es más que uno de ellos.
Mi experiencia personal coincide con el resultado que indica la Wikipedia: la media será más o menos similar, pero entre los extremos de la distribución predominan los hombres. Eso es algo que todas las mujeres conocen: hay más idiotas hombres que idiotas mujeres. Pero también es cierto que hay más genios hombres que genios mujeres.
La varianza de la inteligencia de los hombres es muy superior a la de las mujeres. Las deficiencias que generan algún tipo de retraso mental – normalmente de tipo genético – se deben sobre todo al cromosoma Y de los hombres. Pero también hay algo más que el machismo existente en la sociedad para que tantos premios Nobel, y sobre todo tantos artistas excelentes, fueran hombres antes que mujeres.
La realidad a pie de calle confirma la sensación, aunque las mujeres cosechan mejores resultados en las universidades, los estudiantes más geniales con que me he encontrado – eran todos hombres. Precisamente una de las características de la genialidad es su facilidad hacia la pereza; las personas inteligentes consiguen lo mismo que los demás pero con mucho menos esfuerzo. Para obtener buenas calificaciones no hace falta ser muy listo, basta con ser trabajador y persistente. Por supuesto, la inteligencia ayuda y mucho.

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Innovacion histórica

Al final de una entrada anterior, hablando sobre la evolución, surgía una pregunta abierta. ¿Es el hombre de hoy mejor que el de hace 500 años?
Ahora vamos a acotar la pregunta. Voy a indagar sólo por la tecnología. ¿Somos más innovadores que nuestros ancestros?
Antes de continuar, habrá que empezar a eliminar posibles errores de razonamiento. Pensar que hoy, porque tenemos ordenadores, somos más creativos que nuestros tatarabuelos, que tenían sextantes y relojes imprecisos, es una simpleza. Simplemente tenemos más técnica, pero esto no es más que una forma de cultura, adquirida con el paso del tiempo. Sin la elemental pila eléctrica no habría supercomputadoras. Sin inventar la rueda, no se podría haber llegado a la nave espacial. El alcance de la tecnología universal no puede darse ni en la vida de una persona, ni tan siquiera en unos pocos siglos. Son necesarios constantes descubrimientos. Así los nuestros, no son sino corolarios a teoremas descubiertos por nuestros antepasados.
Más mérito tuvo inventar el astrolabio que descubrir Internet. Para valorar la calidad de una creación, como forma de medir la inteligencia de su creador, no se debe pensar en la utilidad de la misma, o la importancia que acabe alcanzando. En mi opinión, y quizás sea un punto discutible, lo importante es la capacidad de innovación. Así, inventar Internet, cuando existían redes más o menos extensas de ordenadores interconectados, apenas si es ir un poco más allá. Pero inventar la lente, cuando antes no existía nada parecido, eso sí que es llegar lejos.
Esta apreciación puede parecer que premia la imaginación sobre la síntesis. Y es que para crear algo totalmente nuevo parece que sólo se exige de esa intangible cualidad, mientras que los inventos actuales suelen ser compendios de descubrimientos ya realizados, a los que se les añade un poco más. Sin embargo, no creo que sea así. Salvo numerosas excepciones, de descubrimientos casi casuales, la mayoría de los descubrimientos asombrosos han sabido beber de las fuentes que ya existían, pero con una capacidad de observación que, la verdad, no existe hoy en día.
La literatura de Shakespeare mucho le debe a la obra de Plutarco. Pero toda la literatura actual, le debe mucho más al autor británico. El salto de una a otra fue mucho más elevado. Es curioso que, las mayores obras de la Literatura Universal pertenezcan a un pasado tan lejano. Nuestro Quijote, los dramas de Shakespeare, la Divina Comedia. Puede argumentarse que, la propia limitación de la mente humana, impide dar mayores saltos. Puede pensarse que el camino hacia la perfección estuviera formado por una escalera de diez peldaños. Homero subió el primero; Plutarco los dos siguientes. Shakespeare subió tres más. Queda tan poco por subir, que no hay forma de superar sus hazañas, si Joyce subió otro escalón más, ya sólo quedan tres hasta el cielo y aún así no podríamos haber subido más que Shakespeare.

Un punto de comparación muy interesante es el de las obras públicas. A pesar del paso del tiempo, la forma en que construimos las casas, salvo por la presencia inevitable de una gigantesca grúa, es la misma que hace miles de años. Se ha agilizado la distribución de materiales, los acabados de hoy en día suelen ser más uniformes, tenemos cascos y hormigoneras, pero para levantar una pared siguen haciendo falta tres o cuatro obreros, aunque algunos sólo estén para mirar.

A pesar del esfuerzo de todo tipo de dirigentes enfermos, por realizar la obra pública más sorprendente e innovadora del planeta, pocos se atreverían a quitarle la medalla de oro a la Gran Pirámide de Keops, construida en el 2560 AC. Casi hay unaminidad en pensar que fue construida en unos 20 años. Lo que suscita continuos debates y polémicas, es la forma en que pudo ser realizada. Y es que resulta increíble que con la absoluta falta de tecnología de la época, se pudiera construir algo así. Esto ha dado via libre a las hipótesis paranormales, pero al margen de estas, el hombre actual tiene problemas para calcular cómo realizar una obra de ese tipo. Las estimaciones más optimistas hablan de que unos 25.000 hombres estuvieron trabajando durante 20 años hasta completar los trabajos. La forma en que esto pudo realizarse – teniendo en cuenta que cada una de las piedras viene de muchos kilómetros de distancia y que no habían descubierto la rueda – es motivo de numerosas investigaciones.

Pocos arquitectos actuales se atreverían a firmar un proyecto para construir una pirámide exactamente igual, con la tecnología actual, y con un plazo de tiempo de 20 años, aún suponiendo unos recursos económicos casi ilimitados.
Sin entrar en mayores detalles, lo interesante es ver cómo al hombre del siglo XXI le cuesta entender cómo pudo el de hace cuarenta siglos, realizar semejante trabajo. Porque en todas estas hipótesis parece olvidarse que durante esos 20 años de construcción, el pueblo de Egipto debió realizar vida normal: sembrar y recoger los campos, tener guerras con sus vecinos y contra las facciones independentistas, la gente siguió casándose y teniendo hijos. Se nos antoja la obra como algo gigantesco y que pudo culminarse casi por un cúmulo de buenos sucesos. Pero la realidad es que, muy probablemente, la pirámide se construyó con facilidad. Que no hiciera falta una conjunción de jefes de obra magníficos, ni unos trabajadores infatigables, ni unos turnos de 24 horas. Quizás, al fin y al cabo, pudieron hacer el trabajo como los que se hacen ahora, sin prisa pero sin pausa. Máxime cuando no podían dar una estimación del tiempo de finalización, pero que debían valorar como de años.

En 1947, un grupo de marineros muy preparados, tratando de demostrar la hipótesis de que los antiguos habitantes de América, bien pudieron colonizar la Polinesia. Para ello crearon un barco, de forma totalmente artesanal y usando los materiales con que se contaba en la América precolombina. El barco, el Kon-tiki, consiguió atravesar el océano Pacífico desde Perú hasta llegar a una de las islas de la Polinesia. Habían partido avituallados con los alimentos tan poco elaborados de aquellos tiempos – patatas, cocos y frutas.
También en este caso, se está tratando de comparar una obra casi perfecta de los hombres de la actualidad – versados en navegación, conocedores de memoria del mapa de la Tierra, con conceptos sobre la duración de los materiales, con un proyecto de lo que podía durar el viaje (y por supuesto con una radio) – con aquellos indios que, si lograron realizar el viaje, quizás lo hicieron a desgana, sin una preparación tan exhaustiva y en una de sus primeras expediciones por el mar. Y es que esperamos que aquellos navegantes fueran unos fuera de serie, equiparables a Magallanes o Elcano, pero quizás no eran más que unos pobres diablos dentro de su país, que decidieron probar suerte en otro lugar precisamente por eso.

En resumen, cuando miramos hacia atrás, nos damos cuenta de que el hombre hacía cosas realmente maravillosas, y a veces cometemos el error de pensar que esas personas eran las mejores de la época, cuando, en muchos casos, quizás no fueran sino personas de inteligencia media en aquellos tiempos.

[Comentario zrubavel: Para los nostálgicos, este es un borrador del 2006, un texto al que le falta un hervor.]

Lugares democráticos

Algunos de mis compañeros de colegio acabaron visitando la cárcel con frecuencia. Algunas de mis compañeras fueron prostitutas durante un periodo de tiempo. Gracias a Dios, le perdí la pista a muchos de ellos. También tuve algún compañero que acabó como economista o biólogo o profesor o músico pop de tercera categoría.
El siguiente paso educativo, esta vez por el instituto, me permitió conocer a gente que acabó como ama de casa, alguna modelo, dependientes en tiendas, pero sobre todo muchos futuros universitarios.
En la universidad, conocí sobre todo a gente que estudiaba lo mismo que yo, técnicos que acabaron de profesores, de programadores, trabajando para bancos.
Conforme va uno avanzando en la vida, el círculo se va estrechando. Cuando menos preparado está uno para conocer a personas diferentes – en el colegio – es cuando se tropieza con las personas más difíciles que probablemente encuentre a lo largo de su vida. Según se adquiere experiencia en el trato, se pierde la necesidad de conocer a gentes totalmente diferentes a nosotros. Al final, se encuentra uno con un círculo bastante cerrado, en que casi todo el mundo trabaja en casi lo mismo.
Los amigos que se distancian de mi rutina habitual se acaban difuminando, y el contacto poco a poco se va perdiendo. El que vive lejos se queda en un triste email anual. El que no tiene los mismos horarios, no existe.
Por eso, cuando estoy en según que lugares, me doy cuenta de lo poco democrático que son los lugares que solemos visitar a diario. Como en restaurantes que económicamente puedo permitirme. Por eso no me encuentro a famosos de la televisión, pero tampoco a quinceañeros o a pensionistas. Cuando voy de vacaciones, acabo en destinos de clase media. Ni me degrado en Benidorm, ni me explayo por la costa oeste de Canadá. Incluso mis compañeros de trabajo son, en su mayoría, de la misma clase social que la mía, muchos comparten aficiones, problemas y sueldos.

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Tiempos pasados

Una de las fantasías más vanas de las personas es el deseo de haber vivido en otra época histórica. Uno se siente más feliz en la Grecia de los filósofos, en la Roma Imperial, en el Barroco. Sin embargo, cuando se realiza la traslación mental, uno tiende a colocarse en un puesto de la más alta de las clases. Diputado romano, hablando de política de verdad y celebrando orgías y cenas opíparas. En la Edad Media, construyendo una catedral o en el siglo XVII navegando rumbo a lo desconocido.
En esa mudanza temporal se nos olvida llevar la clase social que tenemos ahora. Así, pasaríamos a convertirnos en un artesano romano, que sólo podía permitirse una comida al día. O un esclavo griego, pero no de los que educaban a nobles, sino de los que acarreaban piedras durante toda su vida. O un empleado de una fábrica del siglo XIX con doce horas diarias de trabajo y un día de descanso a la semana.
Esa es la verdadera clase media del pasado. Piensa ahora si te gustaría ir hacia atrás o simplemente ansías subir hacia arriba.