Hoy en día la rivalidad en el tenis existente entre Nadal y Federer se nos antoja digna de leyenda. Sus encuentros son siempre extenuantes, a menudo en las finales de los torneos. Cada set es disputadísimo y es frecuente que terminen en cinco mangas, tras muchas horas de agotadora lucha.
Desde luego, han existido otros antagonismos memorables, como el de Sampras y Agassi en el tenis o el de Prost y Senna en la fórmula 1.
Pero si obviamos el debate sobre si el ajedrez es o no un deporte, no les cabe la menor duda de que la más apasionante rivalidad de la historia del deporte fue la existente entre Gary Kasparov y Anatoli Karpov.
Sus enfrentamientos por el título mundial se prolongaron durante cinco intensos encuentros, a lo largo de ocho años, con 181 partidas entre ambos jugadores. Todos los Campeonatos Mundiales que les enfrentaron acabaron por márgenes mínimos. El resultado, siempre favorable a Kasparov, oculta lo igualado de sus enfrentamientos, en que siempre un pequeño detalle evitó que la victoria cayera del lado de Karpov.
Lo extraordinario y sin igual de esta rivalidad se forjó en el primer encuentro por el título mundial que los enfrentó en Moscú, en 1984.
Karpov tenía entonces 33 años. Llevaba seis años como Campeón del Mundo y se encontraba en plenitud de sus facultades ajedrecísticas. Su capacidad para el juego posicional, las posiciones estratégicas de delicadas maniobras, le habían convertido ya en un referente en la historia del juego.
Kasparov era un jovencísimo aspirante al título mundial, con tan solo 21 años. Su talento en la lucha táctica, en posiciones complicadas, era sin lugar a dudas su mayor fortaleza y en la que posteriormente destacaría como el mayor talento de todos los tiempos.
Karpov, como vigente campeón, esperaba a su futuro rival. Mientras tanto Kasparov tuvo que recorrer el duro camino de los aspirantes, venciendo en diversas eliminatorias a duros rivales. Estas eliminatorias fueron ya una prueba importante para el aspirante y le sirvieron como preparación ante el encuentro contra Karpov.
Este primer encuentro sería el que forjaría la leyenda de los demás. Al ser entre dos jugadores rusos, simpatizantes del régimen comunista (Karpov más seguidor de la vieja tradición mientras que Kasparov era más próximo a la vertiente aperturista de Gorbachov) la antigua URSS quiso disfrutar con un encuentro que devolvía la situación de dominio mundial en el ajedrez, dejando atrás el desagradable incidente llamado Bobby Fischer.
Dos jugadores rusos se enfrentarían por el título mundial en Moscú, en la Sala de Columnas de la Casa de la Unión Comercial, un lugar de privilegio donde se celebraban todo tipo de actos solemnes. Lo habitual era que los encuentros se jugaran a un número determinado de partidas. En este caso sin embargo se optó por una fórmula que satisfacía a los dos rivales: sería vencedor del encuentro aquel que primero ganase seis partidas, sin contar los empates.
Tanto Kasparov como Karpov eran dos jugadores que apenas si perdían partidas, con lo que ambos se sentían contentos con la idea remota de perder seis partidas. Además Kasparov evitaba la habitual ventaja del campeón vigente: la de permanecer como campeón en caso de empate. Siendo el encuentro a seis victorias, no cabía esta posibilidad.
El comienzo del encuentro
El encuentro comenzó tal y como se esperaba. Kasparov trataba de agudizar las partidas, mientras que Karpov trataba de llevarlas a terrenos tranquilos, donde su técnica sirviera más que la capacidad de cálculo del aspirante.
Sin embargo el comienzo del torneo fue un desastre para el joven Kasparov. A pesar de obtener posiciones prometedoras, algunas de ellas casi decisivas, su rival Karpov se impuso en la 3ª, 6ª, 7ª y 9ª partidas, dejando el marcador en un abultado 4-0, con cinco empates.
Hasta qué punto este resultado era exagerado lo indica el propio Kasparov opinando sobre su situación tras el comienzo del match:
En los dos años anteriores había perdido un total de tres partidas. Y ahora en apenas nueve partidas ¡Había sufrido cuatro derrotas!
Aunque Kasparov se había mostrado como un auténtico prodigio, el escandaloso resultado para el encuentro del Campeonato del Mundo sembraba enormes dudas sobre si no había sido todo un espejismo. Kasparov iba camino de cumplir algunos deshonrosos récords: el aspirante a campeón que perdía por la mayor diferencia y el que perdía el encuentro en menor número de partidas.
De haber sido así, la historia habría sido muy diferente a como la conocemos. Como le ocurrió a muchos otros jóvenes jugadores (como por ejemplo Andrei Sokolov tras su match contra Karpov en Linares, 1987), se habría quedado sonado, el efecto psicológico de recibir una derrota tan escandalosa habría arruinado su carrera deportiva para siempre.
El 6-0 de Fischer
Si por un lado Kasparov se encontraba al borde del naufragio, Karpov se encontraba ante la posibilidad de aniquilar a un peligroso rival. Podría vencerlo para siempre. Y de paso reforzar su capítulo dentro del libro de los Campeones Mundiales.
La larga sombra del americano Bobby Fischer, al que había relevado como Campeón del Mundo tras negarse éste a competir, había dejado un amargo sabor de boca a Karpov, vencedor por defecto del título mundial. Fischer era una espina clavada en su carrera, a pesar de que no había podido jugar contra él.
Parte del recuerdo de leyenda de Fischer se forjó en su apabullante carrera hacia el título mundial. En los dos de los primeros encuentros eliminatorios (contra Taimanov y contra Larsen) venció a estos fuertes Grandes Maestros por el machacante resultado de 6-0. Estos dos jugadores quedaron acabados para siempre tras semejante derrota.
Si Kasparov sólo pensaba en aguantar, a Karpov la posibilidad de ganar por 6-0 le resultaba hipnótica.
Kasparov, suavizado por el severo correctivo de las primeras nueve partidas, se mostró mucho más dispuesto a jugar partidas tranquilas y acordar tablas si era necesario. Se encontraba desorientado y aunque no tenía una estrategia definida, se limitaba a sobrevivir. Y Karpov, que soñaba con ese marcado perfecto, se dejó llevar. Quiso esperar a que su rival cometiera algún error, como en las primeras partidas. Karpov no trató de forzar la máquina, el comienzo del encuentro le había enseñado que bastaba con esperar a que Kasparov se equivocara para vencer.
Ese fue su mayor error y del que posteriormente se arrepentiría para siempre. Karpov debió aprovechar su ventaja para tirarse al cuello de su rival. Y aunque sufriera algunas derrotas, a buen seguro habría puesto fin al encuentro por la vía rápida. Dice Kasparov:
Karpov violó una ley fundamental de todo combate: hay que acabar con el adversario. Sin embargo Karpov decidió que yo me vendría abajo como fruta madura, por lo que suavizó la presión. Si Karpov hubiera continuado jugando como al comienzo del encuentro, creo que no habría llegado a las 20 partidas. De hacerlo así, Karpov habría perdido quizás un par de partidas, pero eso no habría afectado al resultado final. En una entrevista después del encuentro Karpov reconoció que: “Con una ventaja de cuatro puntos, preferí no lanzarme al luego agudo. Puede que fuera un error de mi parte: uno debe golpear el acero mientras está caliente.”
El monstruo
Desorientado, atemorizado, en estado de shock, Kasparov decidió cambiar el objetivo inicial de complicar las partidas lo máximo posible. Esto ya no podría obrar en su beneficio. Kasparov trataba de recomponerse de tan penoso comienzo y lo hizo de una forma casi nihilista: eludiendo el combate.
Cuando Kasparov jugaba con blancas, obtenía una pequeña ventaja o permitía a su rival igualar, y firmaba un rápido empate. Si jugaba con negras se defendía con uñas y dientes y se preparaba para igualar y empatar.
Kasparov era como un boxeador contra las cuerdas que se limita a aguantar los golpes del rival, sin lanzar ni uno solo. Esta técnica se mostró perfecta contra Karpov, que tampoco estaba por la labor de arriesgar, aún soñando con vencer por 6-0. Con este panorama no es de extrañar que se diera una prolongada sucesión de empates: 17 tablas seguidas.
Sobre estos empates hay que puntualizar que para nada fueron un divertimento. Ambos jugadores se enfrentaban al mejor oponente del mundo. Un pequeño error en cualquiera de las jugadas podía llevarles al desastre. Algunas de las partidas, a pesar de ser muy breves, tuvieron enormes cálculos de fondo y momentos en los que se podía haber producido el desastre, de no haber afinado al máximo. Como en un circuito de Fórmula 1, el que va primero destacado no está dando un paseo de una tarde de verano: la tensión y precisión invaden cada uno de sus movimientos.
Kasparov vivía con frustración el estar a remolque en el marcador y el mantenerse alejado de la lucha. Pero su técnica funcionó para mantenerle vivo. Y como en las historias épicas, mientras aguantaba no perdiendo, ocurrió una cosa increíble: aprendió y se hizo más fuerte.
Porque Karpov era un campeón consolidado, que llevaba varios años en la cima del ajedrez. Mientras que Kasparov era un recién llegado, que no sabía lo que era un encuentro a muerte por el título mundial. No sabía lo que era enfrentarse a tan alto nivel. Porque detrás de cada jugador había un nutrido equipo de ayudantes y colaboradores que ayudaban a la preparación de cada partida. Era una lucha contra todo un conjunto de personas, al mayor de los niveles posibles.
Para Karpov era algo ya conocido, no en vano llevaba seis años como Campeón Mundial y había defendido el título en dos ocasiones anteriores. La situación era muy nueva para Kasparov que con cada empate iba aprendiendo nuevas cosas. Antes del comienzo, su capacidad posicional era muy inferior a la de Karpov, al final del encuentro sería casi igual. Su preparación de aperturas era superficial. Al final del encuentro era el mayor experto del mundo (junto con Karpov) en muchas líneas de aperturas.
Kasparov era como una oruga. Hibernaba, sí, pero estaba preparando su transformación. Se nutría de las interminables partidas. Se hacía más fuerte. Kasparov era muy joven, sólo tenía 21 años, era una esponja que absorbía todo el conocimiento. En eso era muy superior a su rival.
La secuencia de tablas, inaudita en la historia del juego, hicieron que el encuentro se prolongase mucho más de lo esperado. Kasparov y Karpov ya habían jugado en 26 partidas. Y en la 27ª, Kasparov volvió a perder.
5-0. Sólo faltaba una victoria para el sueño de Karpov. Pero a pesar de que Kasparov no había vencido ni una sola vez, todo había cambiado. Y mucho.
De repente la estrategia de Kasparov giró π grados. En lugar de tratar de mantener la igualdad, Kasparov decidió que ya había sufrido suficiente. A pesar de haber perdido otra vez más, ahora quería demostrar de lo que estaba hecho. Sin nada que perder, Kasparov empezó a jugar a ganar. Kasparov quiso ser el mismo chico ambicioso que comenzó el encuentro, pero reforzado por la experiencia del propio encuentro. Mientras Karpov estaba cada vez menos fuerte, más dubitativo, más cansado.
Siguieron cuatro empates más. Y de repente una victoria del aspirante. 5-1. El gol de la honra.
Las aperturas
Antes de comenzar el encuentro, Kasparov había escogido una serie de aperturas para luchar contra su rival. La catástrofe inicial hizo que tuviera que replantear muchas de ellas, reconduciéndolas hacia otras más tranquilas.
Lo largo del encuentro hizo que poco a poco los sistemas de apertura se fueran agotando. El jugar una y otra vez las mismas variantes contra el mismo rival hacía que estas desembocaran hacia caminos sin salida, empates inevitables.
El que lleva negras elige en gran parte el rumbo que tomará la partida. En el encuentro entre Kasparov y Karpov de Moscú 1984 ocurrió algo que, si no me equivoco, no ha vuelto a suceder jamás. Los jugadores aprendieron las aperturas de su rival dándole la vuelta a la tortilla: si Kasparov siempre juega la apertura india de dama y no hemos encontrado nada sólido con que derrotarle hagámoslo por el camino duro: le jugamos nosotros esa misma apertura y vemos qué es lo que haría él en nuestro lugar.
Este camaleónico comportamiento ocurrió por parte de los dos jugadores. Jugaban las mismas aperturas con colores cambiados y copiaban las ideas que había tenido su rival. Lo que Kasparov había elegido un día, al siguiente era Karpov el que lo empleaba, exactamente en la misma forma. Era una especie de juego circular en que un rival tenía que encontrar las mejores jugadas con blancas y con negras, una y otra vez. Encontrar la mejor jugada a una posición planteada por ti mismo como favorable al otro bando.
De nuevo esta actitud, iniciada por Karpov, favoreció a Kasparov, que no sólo evitaba ampliar el campo de combate, sino que le permitía familiarizarse con las sutilezas de las aperturas hasta llegar a dominarlas por completo, algo con lo que no contaba al comienzo del match.
La batalla infinita
Tras la victoria de Kasparov se llegó a otra infinita sucesión de empates: 14 empates seguidos. Con sólo que Kasparov hubiera cometido un error, Karpov se habría proclamado Campeón del Mundo. Pero el joven aspirante se había convertido en un monstruo, tras superar la prueba inicial había desarrollado una fortaleza mental a prueba de bombas. La culpa era de Karpov: Si antes Kasparov era un jugador extraordinario, el no poder vencerle en el match de Moscú había hecho de él una bestia: sin sentimientos, sin miedo, dispuesta a luchar hasta el límite. Y encima era mucho mejor jugador que al comienzo del match.
Pero aunque todo esto se cuente en diez minutos tenemos que tener en cuenta que el encuentro de Moscú en 1984 estaba durando seis meses. Se habían jugado 46 partidas entre los dos rivales. Los periodistas que cubrían el encuentro se habían tenido que ir marchando, al vencer los visados de los extranjeros y por simples cuestiones económicas. Un encuentro que podía haber durado un mes y medio llevaba casi medio año. Y podría durar indefinidamente, porque los dos rivales eran muy duros de matar.
El hecho de que se jugara en la espectacular Sala de Columnas estaba también resultado problemático. Numerosos compromisos más importantes tenían que celebrarse en lugares menos gloriosos, por culpa del encuentro. Se empezó a sugerir la posibilidad de trasladar el encuentro a otro lugar, el Hotel Sport, un lugar mucho menos glamuroso. Las presiones políticas inquietaban a los jugadores, que bastante tenían con soportar las deportivas. Karpov prometía a los políticos que el final estaba muy cerca, pero ya no le acababan de creer.
La prolongación en el tiempo había hecho mella en la salud de los jugadores. No tanto en Kasparov, que empezó el encuentro como un ser humano y lo acabó como un enviado del mismísimo diablo. Pero Karpov, a pesar de estar sujeto a menos presión, había perdido diez kilos de peso y se le notaba débil de salud.
Tras tantas tablas, tras tantas aperturas repetidas, jugadas de un lado y del otro, Kasparov había aprendido mucho. Y estaba más fuerte que Karpov. Y entonces, en la partida 47ª, jugando con las piezas negras, Kasparov venció. Y en la siguiente, la 48ª, jugando con las piezas blancas, Kasparov también venció, de forma muy convincente.
El encuentro estaba 5-3, muy a favor de Karpov, pero el giro que habían dado los acontecimientos ponían en tela de juicio la superioridad real de Karpov. En las últimas 37 partidas había sido capaz de ganar a Kasparov una sola vez. Y acababa de perder dos partidas seguidas.
La partida 49ª
El encuentro de Moscú, iniciado en septiembre de 1984 y ya en febrero de 1985, tomaba unas dimensiones preocupantes. En una decisión sin precedentes a la vez que complicada de entender, el presidente de la Federación Internacional de Ajedrez, Florencio Campomanes, decidió suspender el encuentro, alegando querer proteger la salud de los jugadores.
Tanto Kasparov, en una racha ascendente imparable, como Karpov, a una victoria del final y afectado por su victoria contra Bobby Fischer sin jugar, se mostraban muy en contra de esta decisión. Los dos jugadores querían jugar, y un político de la Federación ponía carpetazo a la mayor lucha jamás llevaba a cabo en el ajedrez.
El encuentro se suspendió. Algunos meses después se celebraría otro, a un número determinado de partidas, encuentro que ganaría Kasparov.
El match de Moscú fue la semilla del diablo. Karpov creó a un jugador monstruoso donde antes sólo había un chico de extraordinario talento: Kasparov. Kasparov lo aprendió todo de Karpov durante este encuentro.
Después de Moscú ambos jugadores se sumergirían en una lucha sin fin, al límite de las fuerzas, durante siete años. Karpov era hasta entonces el mejor jugador del mundo pero ahora tenía la oportunidad de enfrentarse al mejor jugador de todos los tiempos. Y aunque nunca pudo arrebatarle el título mundial, tuvo el privilegio de ser el único que brilló a su altura, de estar casi a su mismo nivel.
Por eso esta rivalidad, nacida en un aparentemente inocente enfrentamiento, en Moscú de 1984, no tiene comparación posible, ni la tendrá, con lo que ha ocurrido en ningún otro deporte. Un match ball que duró casi seis meses. Si eres capaz de aguantar eso, eres invencible.
Fuentes:
- Las 48 partidas del encuentro Karpov-Kasparov de Moscú, analizadas y comentadas por Kasparov.
- Kasparov-Karpov. Part Two. Libro de Kasparov sobre sus encuentros contra Karpov.
- Anatoli Karpov. El camino de una voluntad. Excelente biografía de Karpov escrita por David Llada.
Originalmente publicado en Blog.sólo.es Allí han quedado los interesantes comentarios.