España: Una potencia en ajedrez

A todos los españoles nos gusta criticar a España. Total, España son todos menos mi familia, mis amigos y yo. Cada vez lo hago menos porque me parece fácil. Y porque normalmente es injusto.

Hace unos días vi una estadística de esas que se hacen con Excel y mucho aburrimiento, que mostraba información sobre los jugadores de ajedrez de la lista de la Federación Internacional. Sin mucho ruido, sin salir en ninguna parte porque el ajedrez ya no interesa a nadie, destacaba un tremendo absurdo: España es una potencia mundial en ajedrez.

Y no digo potencia como en Formula 1, que corren dos, o en gimnasia artística que coincida que tengamos al mejor del mundo…y luego nada. Los ajedrecistas españoles son buenos, pero a nivel mundial nunca han sido nada. O nada como para estar en la superélite (Paco Vallejo que me perdone).

En lo que es España una potencia, y de las más difíciles de conseguir, es en la masa. Sin tener al Campeón del Mundo, sin haber ganado nunca nada, a fuerza de esfuerzos pequeños de gente que han ido creando un ecosistema de escuelas de pacotilla, de torneos de medio pelo que siempre ganan rusos – con o sin papeles. Poco a poco, sin que nadie se entere, España se ha consolidado y convertido en un país donde juega al ajedrez mucha gente.

Obviamente hay mucha más gente interesada en los toros, el fútbol o el balonmano. Pero aún así son muchos.

Las dos primeras estadísticas muestran que España tiene muchos jugadores:

Número de jugadores con puntos del ranking internacional

La siguiente indica que la tendencia reciente es de mucho crecimiento en España, somos el país donde más aumenta el número de jugadores. De todo el mundo.

Aumento en el número de jugadores con puntuación internacional

Y luego una muestra de la modestia de nuestra élite ajedrecista, a nivel mundial y tras ver que en volumen hay muchos jugadores:

Jugadores con Título Internacional (en los años se indican Grandes Maestros)

Puede decirse que la antítesis de España es Inglaterra, que tiene poquísimos jugadores pero está cansada de tener a maestros de altísimo nivel.

¿Qué es mejor, tener a dos gatos, a ser posible extranjeros nacionalizados, que sean muy buenos, o tener a un montón de gente que echa las mañanas de los domingos en eso?

Con la salvedad de que hay países muy poderosos que no tienen puntuación internacional, porque para eso hay que pagar unas cantidades de dinero, aún siendo modestas, España es la tercera potencia mundial después de Rusia. Te pasas.

Fuente: Chessbase, que cita a esta fuente original.

Ganar al casino con el Black Jack

Un tema recurrente en la página es el juego. Me gustan las historias de los que consiguen ser más listos que todos los demás y ganar dinero donde todos el resto lo pierde.

Una historia muy interesante, bien narrada y bastante inusual es la de Don Johnson, un jugador que consiguió ganar unos cinco millones de dólares de media a tres casinos de Atlantic City jugando al Black Jack.

Uno espera la típica historia de matemáticos y contadores de cartas, o de un estafador con un programa para Iphone, pero no, su historia es la mucho más simple e interesante.

La forma en que este jugador consiguió romper la banca a estos tres casinos requiere conocer el negocio de los casinos de Atlantic City, que, a pesar de mover mucho dinero, se encuentran en una continua pérdida de ingresos y beneficios. En gran parte no es más que por la liberalización del juego. Cada vez hay más alternativas para jugar. No solo internet, sino más estados que crean interesantes complejos de casinos. Aumenta la oferta, todo el mundo gana un poco menos.

Así, los casinos están peleando de forma muy agresiva por los clientes. Y una de las principales fuentes de ingresos no es la típica ama de casa con sobrepeso y un cubo de palomitas lleno de monedas que echar en la tragaperras. Bueno, la verdad es que sí, esa es la principal fuente de ingresos y beneficios de los casinos, pero es una vía en la que poco más se puede hacer. A los gurús del marketing les gusta más apuntar a otro grupo de clientes que mueve mucho dinero: los grandes jugadores (high rollers). Y digo grandes no porque jueguen muy bien, sino porque tienen alto poder adquisitivo, apuestan grandes cantidades de dinero. Y cuando pierden, pierden mucho.

Estos casinos compiten entre sí por atraer a este tipo de clientes de élite, capaces de perder cientos de miles de dólares en una noche sin que sea ningún drama para sus vidas. Y aquí aparece un mundo totalmente diferente, donde se intenta atraer a los clientes con beneficios de todo tipo: suites de lujo, vuelos privados de ida y vuelta al casino, limusinas, champán, mujeres. Todo gratis para estos clientes privilegiados.

Como en toda escalada de lujos, como con las ofertas de móviles, llega un momento en que se está regalando tanto, que casi no se está compensando lo ganado con el juego. Pero en los casinos se tira mucho de matemáticas, y las cuentas salen.

Así, Don Johnson es uno de estos grandes jugadores. No es un matemático frustrado y muerto de hambre. Es el presidente de una compañía bastante grande, relacionada con el juego. Un tipo con mucho dinero y aficionado a estas lides, alguien que ha perdido mucho dinero en ocasiones anteriores, viajando invitado por el casino.

Pero a diferencia de muchos de los que disfrutan jugando, sin importar el resultado, Don Johnson es un gran jugador. En el black jack no basta con serlo, porque las reglas del juego son tales que, aún contando cartas y con un ordenador y tiempo por delante, la banca tiene cierta ventaja, aunque solo sea de un 51% contra un 49%, suficiente para que, en el largo plazo, siempre acabe ganando más partidas y más dinero. Este avispado jugador no cae en la miseria estadística de rapiñar decimales gracias a contar cartas .En el black jack de Estados Unidos se suelen usar seis barajas y se pueden aproximar estadísticamente las probabilidades considerando las cartas que ya han salido. Con tantas cartas, los cálculos mejoran los aciertos mínimamente. Don Johnson no cae en eso, él simplemente conoce la mejor estrategia ante cada situación. No es tan difícil, basta con memorizar una serie de cartas.

Por ejemplo, si tú tienes 12 puntos y la banca muestra un 10, tu estrategia óptima siempre va a ser pedir otra carta. Si tú tienes 20 puntos y la banca muestra un 9, lo mejor es que te plantes. Hay unas pocas docenas de combinaciones y es cuestión de recordarlas y aplicarlas a rajatabla. No hay corazonadas, ni hay emoción de ludópata. Es tan mecánico como el juego de la oca.

Así, Don Johnson conoce esta tabla de secuencias y las aplica en el juego normal. Con ellas sabe que, en el largo plazo, siempre acabará perdiendo dinero. Pero como gran jugador, los casinos no se limitan a ofrecerle champán y comida gratis. Las ofertas llegan a ser mucho más complejas e interesantes, por ejemplo uno de los casinos le ofrecía, igual que a tantos otros clientes, un 20% de descuento sobre pérdidas a partir del medio millón de dólares. La típica oferta trampa que sólo se produce cuando pierdes, es decir, que si pierdes 400.000 dólares, pues los has perdido y te vas a casa. Pero si pierdes 500.000, el casino te devuelve 100.000, un 20% de lo perdido. Si es que son así de majos.

El caso es que este inteligente jugador notaba la tensión y las ofertas agresivas entre los distintos casinos. Y llegó a un punto aún más interesante: negoció las reglas del juego.

Tanto el casino como él realizaron sus simulaciones y cálculos. Las reglas que propuso Don Johnson, hasta donde el artículo llega, fueron las siguientes:

  • Jugar con seis barajas, mezcladas manualmente.
  • El derecho a doblar la jugada hasta cuatro veces de una vez (cuando salen dos cartas iguales seguidas).
  • “Soft 17” (17 suave). El derecho del jugador a que ante un as y un seis, el as pueda contar tanto como 1 como 11. Mientras que para el casino el as siempre contara como 11.

Esta última regla demuestra hasta qué punto se estaba negociando con tiralíneas. Según los cálculos, la situación quedaba ajustada a un 50,125% a favor del casino frente a un 49,875% para el jugador.

Don Johnson lo tuvo todo en cuenta. La limusina, las reglas favorables (lo que más) pero también el 20% de descuento en caso de pérdidas superiores a 500.000 dólares. No es un cálculo fácil de establecer, pero parece que las condiciones finales eran favorables al jugador, porque en el largo plazo el casino había perdido parte de su ínfima ventaja, dando al jugador ese 20% de margen inferior.

Así, se tenía que sentar sobre la mesa con un millón de dólares, jugando manos de hasta 100.000 dólares por apuesta (números delirantes comparados con los máximos habituales de los casinos). En el peor de los casos, arriesgaba 800.000 dólares. Para los beneficios, no había límite, más allá del tamaño de la banca.

Jugando bien, en la sala VIP, sin trampas, ni grupos de amigos conchabados, simplemente negociando las matemáticas antes de empezar, Don Johnson ganó en una noche unos seis millones de dólares del casino Tropicana. Días después marchó al Casino Borgata, con quien había negociado condiciones de juego similares, ganando unos cinco millones. Finalmente se llevó unos cuatro millones del Casino Caesars.

Y no hubo revuelo ni prohibiciones para que volviera al casino. Simplemente la gente del departamento de marketing se había excedido en sus funciones. Don Johnson volvió a casa con mucho más dinero del que suele ganar por su trabajo y pasó automáticamente a ser conocido como “el mejor jugador de black jack del mundo”. Recibiendo invitaciones de todo tipo por parte de celebridades, que querían sentarse a jugar al black jack con él.

En resumen, una interesante forma de ganar en los casinos, sin trampas, sin genios. Como lo habría hecho Steve Jobs.

Libros gratis

Para mi, esta opinión de Amazon es un perfecto resumen del público para los libros digitales:

Merece la pena los 0,90€ que cuesta el libro. Hay que entender que el autor NO es un escritor profesional, es su primera obra, con lo que no considero que la “excelencia gramatical” sea un factor primordial. Si espero en cambio una historia entretenida y bien argumentada, y en este aspecto cumple su cometido. Es intrigante, los personajes no están nada mal y un final que deja abierta la posibilidad de una segunda parte, que si se produjera no dudaría en comprar. Es cierto que la historia flojea a veces pero en general es interesante y apetece seguir leyendo el siguiente capítulo para ver como acaba todo. Si me gasto 1€ en un café, me parece un disparate arrepentirse por gastar 0,90€ en un libro aunque no te guste, aunque éste no sea el caso. Recomendable.

Cómo hacer cosas nuevas

Con el paso de los años, con el mirar atrás, mirar adelante, me doy cuenta de que algo que le cuesta a mucha gente es el hacer cosas nuevas. A mi también me cuesta, pero las acabo realizando.

A la hora de intentar algo nuevo, tal vez lo más importante a tener en cuenta es el plantearse objetivos razonables. Vivimos un tiempo delirante en que se nos ha hecho pensar que disfrutamos de un estado de total libertad, donde cada potencialidad puede llegar a cumplirse. Que si tenemos noventa años y queremos estudiar Medicina, o nos falta una pierna y queremos ser jugador de fútbol, estamos en nuestro derecho y es más, nada debería impedirnos seguir adelante con nuestro proyecto. El cuento guay de libro de autoayuda que a muchos parece bastar. Que no hay que limitarse, hay que aspirar a lo máximo. Se encuentran dos casos excepcionales de superación que ilustran el libro y nada, a otra cosa.

Así, en mi opinión, el primer paso es razonar: ¿Lo que quiero hacer, lo podría llegar a hacer? Y aquí no hay que ser excesivamente optimista porque eso lleva a un callejón sin salida. Tampoco tenemos que machacarnos, hay que intentar encontrar el equilibrio justo. Marcar un objetivo racional, posible. Si por ejemplo tienes 20 kilos de sobrepeso, el típico objetivo sería quedarse delgado, es decir, perder más de 20 kilos. Y es el objetivo que no se conseguiría en la mayoría de los casos, aunque todos conocemos excepciones. Un objetivo pragmático se puede cumplir. Y un objetivo así, podría ser perder diez kilos, o tan sólo cinco.

Y es que soy de la opinión de que hay un riesgo muy importante y que no he visto escrito en ninguna parte, aunque seguro que se ha dicho cientos de veces antes. Cada cosa que hacemos condiciona nuestra forma de ser y cómo será nuestro futuro. Intentar cosas que acabamos no cumpliendo nos mella la autoestima, nuestra capacidad de superación y la confianza en nosotros mismos. Cuando uno ha intentado dejar de fumar diez veces, ni él mismo se cree que pueda conseguirlo en la undécima. Haberlo intentado mal diez veces fue un grave error que está dificultando el éxito de este penúltimo intento. Los traumas surgen a veces por situaciones que no se solucionaron a su debido tiempo, en la debida forma. Dejar cosas a medias, proyectos sin completar, nos causa un daño. No tanto por lo que ese proyecto en sí mismo pudiera significar, que normalmente no sería más que una fruslería para salir del aburrimiento. Como personas que somos, necesitamos tener una imagen personal positiva. Describirnos en formas ideales. Cuando uno trata de definirse y se encuentra con cursos de inglés a medias, kilos que no se van, cigarrillos que no se apagan, uno no se siente mejor. Fumar nunca me ha parecido algo malo; dejar de intentar dejar de fumar, sí.

Para los que llegan tarde, el primer punto es que nos fijemos objetivos asequibles. El segundo es que seamos conscientes de que no conseguir lo que nos propongamos va a suponer un daño, tal vez trivial pero no inexistente, a nuestra autoestima. Y ahora el tercero es entender que el fracaso es casi la norma.

Los gimnasios se alimentan de las cuotas de septiembre y enero. Los cursos de idiomas saben que pueden permitirse el overbooking a partir de las pocas semanas de comienzo. Dependiendo de la actividad, el índice de fracaso será más o menos mayor, pero el no terminar, no completar lo propuesto, es el resultado más habitual. Esto se usa en muchos casos como excusa salvadora, ante los demás pero sobre todo ante nosotros mismos. ¿Quién no conoce a alguien que ha empezado un curso de idioma raro? ¿Que ha dejado de ir al gimnasio a las dos o tres semanas? ¿Que ha empezado en la UNED una carrera de la que sólo ha comprado los libros? Le puede suceder a cualquiera, no es nada terrible.

Aquí lo que estoy tratando de plasmar es la importancia de ser honestos con nosotros mismos. No se gana nada dejándonos pasar todo, dándonos palmaditas en el hombro. ¿Quieres aprender a bailar sevillanas? Ten claro antes de empezar que si todo sucede como suele suceder, no lo conseguirás.

Y por ello, hay que acercarse a las actividades con enorme modestia. No hay que apuntarse al gimnasio por un año, aunque regalen otro y sea una oferta irresistible. Hay que ver si hay una cuota de sólo un día, una sola semana, un único mes. Casi nadie pasa del primer mes.

Si nuestro objetivo ha sido modesto y hemos sido conscientes desde el principio de que hay grandes posibilidades de que no lleguemos hasta el final, no está de más que tengamos una idea vaga de los grandes peligros que nos acechan.

Uno muy inocente es el de los horarios. ¿Por qué la gente se apunta a los gimnasios tras los grandes periodos vacacionales? Porque vienen de un tiempo de ocio, con muchas horas libres, tantas que uno se ha llegado a aburrir. Fruto de ese vacío surge la idea de empezar algo nuevo. Tiempo se tiene, sería bueno para nosotros mismos el conseguirlo. Se tiene el apoyo positivo de los amigos y la familia. Luego llega la rutina del día a día y cuesta, tras una dura jornada de trabajo, encajar en la media hora que queda ese curso de yoga. Un día no se puede ir, por el trabajo, otro porque hace mal tiempo, el tercero por falta de ganas y se acaba dejando. Por eso creo que los propósitos deben llevarse a cabo desde el mismo meollo de la rutina. Ni septiembre ni enero: marzo y noviembre. No tenemos que engañarnos con eso, el llegar de un tiempo de ocio es nuestro enemigo.

Otro aspecto a tener en cuenta es el encanto de lo material. Empezar a estudiar idiomas significa, entre otras cosas, tener que comprar un cuaderno, bolígrafos, libros de clase y ejercicios. Y luego la lista, se puede estirar tanto como se quiera. Hay algo psicológico que engancha en las actividades de ocio, nos encanta revestirlas, darles parafernalia. Los ciclistas o corredores se pasan el tiempo comprando gadgets electrónicos, vestuario, complementos, para optimizar el rendimiento. Se disfruta mucho más comprando un GPS para correr, que corriendo.

Si nos lanzamos a una nueva actividad, nos va a fascinar la idea de tener que comprar cosas y es interesante pararse a pensar ¿No me estaré apuntando a inglés para saciar las ganas locas que tengo de comprar un cuaderno? ¿No quiero dejar de fumar porque en realidad quiero comprar chicles de diez sabores diferentes? Si tenemos un objetivo de consumo de fondo, no va a funcionar. No puede funcionar. Si empiezas comprándote las zapatillas Nike Free antes de ir a correr el primer día, no llegarás muy lejos.

Otro peligro es la fascinación por lo nuevo. Estudiar chino suena apasionante, más cuanto menos se conozca el idioma. Pero a las pocas semanas, esa fascinación se trocará en problemas concretos: no me sale no se qué sonido, no consigo recordar las diferencias entre ciertos verbos. El profesor es insoportable. Si estamos totalmente rendidos ante un plan inminente, como el que se va a vivir a otro país y está aprendiendo por necesidad, o porque siempre se quiso hacer algo pero nunca se dispuso del dinero, estas razones parecerán estúpidas. Pero lo más normal es que no se tenga tanta motivación para adentrarse en algo nuevo. Hay a quien le gustan un par de canciones francesas y ya quiere aprender el idioma. Luego se encuentra con la realidad de la tarea, que tiene mucho de aburrido aprendizaje, y las ganas desaparecen. Distinguir si una cosa nos atrae sólo porque es nueva o desconocida, es una forma de evitar el batacazo antes de que se produzca.

Un riesgo terrible es el instinto de autodestrucción. A unas personas más que a otras les sucede que se enfrentan a situaciones que no pueden salir bien bajo ningún concepto. Hay una atracción morbosa, a veces patológica, hacia lo que no podemos conseguir, buscando inconscientemente el fracaso. Una forma de hacerse daño a uno mismo tan mala como cualquier otra.

Finalmente decir que veo como hay gente que nunca cambia nada en su vida, otra gente que está en un perpetuo cambio. Los que poco a poco mejoran, los que lo intentan todo, los que no se atreven con nada. Detrás de cada actitud vital se esconde una visión y un comportamiento general ante la vida. Siento cierto miedo de las personas que solo tienen aficiones nuevas y recientes, viven en una marea regenerativa, de perpetua mutación, que me inspira mucha desconfianza. Si con cierta edad no se ha pisado ningún terreno sólido, tal vez sea porque no hay tierra firme en el interior.

Pero al margen de todo eso, al hilo de lo que estoy intentando expresar, creo que hay dos grupos definidos: los que lo intentan, los que lo consiguen. Pues bien, creo que para conseguir cosas es importante no intentar (en vano) muchas actividades. Y si venimos de un pasado atroz, pavimentado de buenas intenciones, nuestro objetivo debe ser fugaz, inmediato. No aprender inglés: hacer un curso intensivo de una semana. No empezar a correr: llegar a ser capaz de correr cinco kilómetros. Luego, si Dios quiere, más. Y empezar simultáneamente a correr e inglés: jamás en la vida.

The Rip

Me gustan los actores que hablan tanto de cine y películas, pero nunca dicen cuáles son las que ellos ven. O si van al cine, o las alquilan. O si prefieren Netflix. O si las ven por compromiso. Como a todos nosotros, les divertirán las buenas comedias, sin importar si conocen o no a los actores que participan en ellas.

Tal vez tengan opiniones que no les importe aportar, pero por una extraña razón, nunca las llegamos a conocer. Desde luego, serían opiniones de mucho peso e interés. En la música sucede lo mismo. Todos los músicos dicen respetarse y admirarse pero, ¿Va Alejandro Sanz a un concierto de Shakira? ¿Qué música suena en el coche de David Bisbal? ¿Qué disco está deseando comprar Joaquín Sabina?

Los músicos suelen tocar dúos, recibir colaboraciones de artistas invitados. Todo eso tiene mucho de promocional, de intercambio de enlaces. Qué duda cabe que en muchos casos hay grandes amistades. También está el caso del artista que triunfa ahora que está encantado de echar un cable al ídolo del pasado, como cuando le ofrecen un trabajo a Marta Sánchez o a muchos cantantes de éxito de principios de los 90.

Pero se echa en falta autenticidad en las opiniones, frescura verdadera. Y sobre todo que sean los grandes los que rescaten y aupen a los pequeños.

Un caso muy bonito de generosidad musical es el de Tom Yhorke, el vocalista de Radiohead. Ha publicado listas de canciones que le gustan, que tiene en su ipod, y a veces incluyendo comentarios muy positivos sobre canciones de grupos que no tienen el éxito del suyo.

[Stephen Malkmus] “I’ve Hardly Been” : “genius non-generic nutville not rock music. should have been a hit. i guess this compilation is POP music – at least it is to me . . . with the best guitar solo that never happened . . .

([…]Esta canción tendría que haber sido un exitazo. Yo diría que esta compilación es música pop, o al menos lo es para mí…con el mejor solo de guitarra jamás tocado…).

Un detalle excelente es la promoción que hizo Thom Yorke junto a Jonny Greenwood, otro de los miembros de Radiohead, del último disco de Portishead. Portishead es un grupo que inspiró en sus inicios las creaciones de Radiohead. Y estos, se hicieron muy grandes y famosos. Portishead es el típico grupo que es muy bueno pero que no publica discos. Su tercer disco tardó diez años en salir. En lugar de entrar en el juego de las colaboraciones e intercambios de estampitas, estos músicos compraron el disco como cualquier fan más y lo disfrutaron hasta el punto de decidir grabar una versión de una de las canciones en un video casero, que subieron a Youtube.

Y sólo luego, le mandaron un email a la gente de Portishead, diciéndoles que habían colgado ese vídeo. Ni permisos, ni acuerdos, ni copyright, ni casas de discos. Me gusta vuestra canción y la canto en un rato muerto entre dos entrevistas. Sin miedo al ridículo, sin editar. Como en un casting de concurso televisivo.

Los de Portishead, que son gente rara y que siempre evitan las promociones, simplemente dieron las gracias, asombrados. Y felices.

La versión original de la canción, por Portishead:

Y la letra de la canción:

The Rip

As she walks in the room
Scented and tall
Hesitating once more
And as I take on myself
And the bitterness I felt
I realize that love flows

[Chorus]
Wild, white horses
They will take me away
And the tenderness I feel
Will send the dark underneath
Will I follow?

Through the glory of life
I will scatter on the floor
Disappointed and sore
And in my thoughts I have bled
For the riddles I’ve been fed
Another lie moves over

Hacerse puta

Hace pocos días salía la noticia del aumento de estudiantes universitarias en Reino Unido que ejercían la prostitución. La noticia daba mucho de sí. Partía de un estudio que mostraba una progresión en el número de estudiantes que decían conocer a otro estudiante que ejercía la prostitución. Se había pasado de un 4% en el 2000 a un 6% en el 2006 hasta cerca de un 10% en el 2011.

Todo con enormes grados de incertidumbre, hasta el redondeo del porcentaje final. Aunque las conclusiones eran muy atrevidas, pues pasaba del hecho del número de personas que conocen a alguien, a suponer que el número de prostitutas iba en un crecimiento proporcional.

A mi la estadística me pareció ridícula e insostenible. Hoy es más fácil que nunca saber sobre la vida privada del resto de tus compañeros de estudio. Así, con la aparición de Facebook, saber si una antigua compañera de clase fue prostituta, es más fácil que en 2000 o en 2006. Pero es que en realidad bastaría con que hubiera una sola estudiante prostituta en toda la universidad, y que se anunciara abiertamente, para que todo el mundo la conociera. En tal caso, la estadística sería grotesca: el 100% de las estudiantes son putas.

El estudio se ha estirado en tanto en cuanto son números inasibles. Mi principio que dice que nadie se quejará de cualquier estadística que muestre porcentajes por debajo del 10%.

Sobre la prostitución creo que hay un error enorme de base y es pensar que la demanda para esta profesión tan antigua es infinita. Cuando era joven, a un estudiante descarriado siempre le quedaba el camino del ejército – y hacen pruebas que no todo el mundo pasa, especialmente con el consumo de drogas. Era una especie de consuelo, saber que por muy mal que te fuera, ahí quedaba algo, por poco que gustara.

Para las mujeres, quedaba la vía de fregar escaleras o la prostitución. Hoy en día está claro que no hay apenas trabajo de mujer de la limpieza. Y lamento informaros de que tampoco hay tanto trabajo de prostituta, o que cualquiera pueda dedicarse a eso sin más. Bueno, por poder, todas y todos podrían. El problema es que encuentres clientes como para que te compense económicamente. Puede que hacer el amor con un borracho de aspecto miserable no esté pagado. Pero pasarse ocho horas en una esquina, pasando miedo, frío y sin uno solo cliente, eso sí que no está pagado. Y literalmente hablando.

Dando por bueno el primer estudio que he encontrado sobre España, el 32% de los hombres ha recurrido alguna vez a la prostitución. Ahora bien, eso no quiere decir que el 32% de los hombres sólo se acueste con prostitutas. Por sentido común, una gran mayoría de esos hombres sólo habrá accedido ocasionalmente, y no es por salvar al género, aunque sólo sea porque no andan sobrados de dinero. Sin base científica alguna, voy a suponer una de esas reglas de que el 10% de los clientes usa el 90% de los servicios. De ser eso cierto, prácticamente el 30% de los hombres tendría encuentros muy ocasionales, mientras que hay un 3% que es que no para.

Ahora bien, no parar ¿Cuánto puede ser? ¿Contratarlas diariamente? Al final da igual. A lo que quiero llegar es que no no hay, que yo sepa, una demanda no satisfecha de hombres que no se van de putas porque no haya suficientes. Es una profesión, hay las que hay, y por cada nueva aspirante al trabajo, alguien va a acabar perdiendo dinero.

En estos tiempos de crisis muchas mujeres han vivido la triste experiencia de darse cuenta de que ni siquiera con la prostitución se puede conseguir mucho dinero, o suficiente dinero. Y no es por aquella brutalidad de “no valer ni para puta”, sino simplemente porque no se mueve tantísimo dinero. Sí, se mueve muchísimo, pero no es algo infinito, no es un llegar y topar. Ya hay cientos de miles de mujeres dedicadas a eso, 360.000 según dicen aquí, mucho más razonable pensar una cantidad sensiblemente menor, unas 100.000. Y para hacerse una idea de lo grande que es ese número, hay que pensar que hay el doble de prostitutas que de taxistas.

Una profesión que a nadie atrae, pero además donde no atan a los perros con longaniza y que para colmo tiene una demanda totalmente contraída. Los clientes de estos servicios, que siguen saliendo en la estadística de más arriba, los que han recurrido alguna vez, están tan mal de dinero que ya no son ni posibles clientes.

Así, esta profesión que se suponía que era una última opción, para nada es así. Seguramente no sea una opción para casi nadie que la pruebe.

Sobre las verdaderas dificultades para ganar dinero con este trabajo, escribe Marta Elisa de León:

En cuanto al mito de la escort, lo podéis ir olvidando. No se paga tanto y ninguna chica trabaja sola “Yo intenté trabajar sola una temporada. Y no es rentable. Por supuesto, nunca vas a recibir en casa, sería una locura. Así que quedas con el cliente en un bar. Muchas veces no se presentan, o van pero te ven y te dejan plantada porque no les gustas. Y tú has perdido el tiempo y el dinero del taxi, ya que no podías viajar en metro en tacones, bustier y minifalda. Trabajar en hoteles es muy arriesgado, te pueden agredir o violar, lo hacen incluso con las chicas de las agencias. Lo único seguro es trabajar en casas. Trabajar como escort independiente es suicida. Y una escort de agencia no gana tanto. Alguna habrá, pero se trata de la excepción ,no de la regla”.

Ahora, gracias a Internet, se han creado muchas ideas, que son muchas veces erróneas. Gracias a la polémica publicidad de Ashley Madison mucha gente ha llegado a creer que hay un enorme mercado de mujeres que están casadas, interesadas en tener una relación extra matrimonial, pero que no han encontrado a ese hombre adecuado. En esto, como en todo, el negocio lo dan los hombres que se creen que esas mujeres existen. Casados y solteros están interesados en ese tipo de medias naranjas. ¿Una mujer que quiere tener una infidelidad, sin visitas a la suegra, sin tener que verla sin pintar por la mañana? ¿Sólo pasarlo bien? ¿Dónde hay que firmar?

Igual que existe la idea de que ser prostituta es una forma dura pero válida para obtener dinero fácil, están los hombres que se creen que hay un mercado de mujeres que requieren de prostitución masculina. Haberlas las habrá, pero será un mercado minúsculo, que, gracias a la televisión, muchos creen perfectamente abordable y en auge. Los engaños a hombres que se han informado de trabajos sobre prostitución son constantes en las noticias. Y no son timos, por cuanto estos candidatos han sido defraudados, sin que ellos trataran de embaucar a nadie.

En conclusión, muchas noticias van en la línea de magnificar el fenómeno de la prostitución. No tengo ni idea de hasta qué punto es grande ese mercado, lo que sí que veo que engaña a mucha gente es el llegar a pensar que hay una demanda enorme de hombres, que no tienen a sus chicas habituales, dispuestos a irse con una nueva prostituta que se ha sentido obligada a practicar esa profesión. Seguramente lo que más sorprenda a las neófitas no sea la profundidad de la miseria de algunos hombres, sino el poco dinero que se puede llegar a ganar gracias a ella.

El peluquero

A pesar del paso de los años, me sigue angustiando ir a la peluquería.

Al principio el problema estaba en que mi padre nunca me daba dinero para cortarme el pelo. Recuerdo la frustración de ir detrás de él, mendigando para un corte de pelo. Hasta que conseguía que me diera el dinero, podían pasar tres o cuatro semanas. Tal vez por eso no soporto pedir nada, por la vergüenza, no tanto de sentir que no te lo dan, como la humillación de que no te queda otra…que volver a pedir.

El corte de pelo era siempre una actividad gregaria. Mi problema era el de mis otros hermanos. Se juntaba la dejadez de otra época, en que la higiene era un lujo y los piojos frecuentes. El problema de tener un crecimiento de pelo agresivo, como mala hierba. Y que el periodo que iba entre la desesperación por tener un pelo muy largo y el conseguir el dinero, alargaba una agonía insufrible.

Llegábamos a la peluquería un par de chavales. Ahora los niños de esa edad no van ni solos al colegio, pero antes era normal. Entrábamos en silencio y nos sentábamos en las sillas, recelosos, mientras se mantenían conversaciones muy adultas: política, fútbol, mujeres del estilo de Terelu Campos. El peluquero nos miraba, con una mirada morbosa, como de rechazo por el aspecto de miseria y la diversión que despiertan los niños. Tarde o temprano, llegaba el momento y uno de nosotros se sentaba en la silla.

En aquella época no había cortes de pelo, estilos, rapados de esta forma, elección de navaja, tijera o máquina. Era descargar. No se mediaba palabra: te sentabas y el tipo se ponía a cortar como si no hubiera mañana.

Una de las cosas que más me desagradaban era que los peluqueros fueran homosexuales. O al menos las absurdas conversaciones oídas en casa me habían llevado a pensar que estaba claro que eran todos homosexuales. Entonces tú te sentabas en la silla, colocando las manos en los brazos del sillón y el peluquero aprovechaba la coyuntura para frotar sus genitales contra tus manos cada vez que cambiaba de postura, aprovechando la mínima intimidad de la sábana. Se creó una retroalimentación. Está claro que el pobre peluquero no tiene otra que acercarse a la silla tanto como pueda, y el roce era inevitable, lo que potenciaba la creencia en su homosexualidad, pues aquello debía ser deliberado. Y con ello aumentaba más y más mi rechazo hacia ese potro de tortura, no porque me molestara en particular, sino porque me daba asco todo lo homosexual, sin saber o entender lo que significaba aquello. El hecho de que el peluquero insistiera mucho en que no nos moviéramos era para evitar que retiráramos las manos de los brazos, que yo dejaba fijas pero no exento de la sensación de rechazo.

Tardé muchos años en llegar a la conclusión de que no se tiene por qué poner apoyar las manos en los posabrazos. Ahora siempre me corto el pelo con los brazos cruzados, pero es un gesto racional que me obliga a rememorar toda esa basura infantil de pobres. Vuelvo a estar ahí sentado y el peluquero resopla al encontrar más capas de pelo debajo del pelo recién cortado. Podían pasar más de seis meses entre corte y corte. Tarde o temprano el cortador de pelos pronunciaba la palabra infame: león. Yo llegaba a casa diciendo que me molestaba que dijera que era un león. Cuando le estaba pidiendo dinero a mi padre, sabiendo que no me lo daría, ya estaba pensando en que estaba mendigando para ir a un sitio donde me dirían que tenía el pelo que parecía un león. Y era algo que me molestaba mucho, no tanto como que el peluquero fuera un homosexual aprovechado, pero que me resultaba hiriente.

Con el pelo tan largo, los piojos eran inquilinos habituales. Me acuerdo que en aquella época la ofensa no era que te dijeran que tus hijos tenían piojos, era el pan nuestro de cada día. Hay que pensar que en aquella época los slots de anuncios que no ocupaban las empresas de telefonía, y esos son muchos slots, iban directos para los remedios farmacéuticos contra los piojos. Ofensa era que dijeran que tus hijos habían sido los que habían contagiado los piojos a los demás, acusación por la que alguna vez que pasar. Así, me sentía violado, leonizado e infectado cuando iba a la barbería.

Con el tiempo la cosa no fue mejorando del todo. En parte sí, en parte no. El gasto en peluquería siempre fue un extraordinario que había que pedir aparte. Una vez me corté el pelo en un sitio que era “el dos billetes” porque el corte de pelo costaba doscientas pesetas, algo así como un euro. Para una vez que podía cortarme el pelo con dinero de mi bolsillo, no se podía desaprovechar la oportunidad.

El dos billetes era como el Ikea de las peluquerías. Si se podían dar dos tijeretazos en vez de tres, se daban dos. No te mojaban el pelo antes de empezar, no había cuchilla de repuesto para los repasos, el corte duraba cinco minutos mal contados, y salías vulnerable y magullado, como después de un aborto. Fue una experiencia tan desagradable que no se quiso repetir.

Luego con el tiempo me hice medio amigo de un peluquero. Era un tipo del barrio que tenía un tablero de ajedrez en la mesita de centro y algunas revistas de ajedrez antiguas. Cuando no había clientes, y hasta que llegara alguno, nos echábamos una partida. Era una forma de perder las tardes como cualquier otra, ahí delante del tablero, esperando un hueco del peluquero. Fue un cambio radical, dejé de odiarlos, de considerarlos a todos como homosexuales. Tenía un medio amigo peluquero.

A los pocos meses yo era mucho mejor jugador que el peluquero y ya seguía allí porque mi vida estaba llena de espacios vacíos. Él disimulaba el aburrimiento del que pierde siempre, aunque muchas veces que no tenía clientes prefería pasar la escoba antes que jugar una partida. A pesar de ser mi medio amigo, los cortes de pelo se seguían pagando religiosamente. Hasta que un día mi padre decidió que no tenía sentido que me diera dinero para el corte de pelo: podía jugarme el corte a una partida de ajedrez.

Volvíamos a los viejos tiempos de regateo para un corte de pelo, ahora con algo más de luces y de autoestima. Aún así lo suficientemente inocente y desesperado como para tener que recurrir a la argucia propuesta por mi padre. El peluquero no pudo contenerse, cuando le propuse la apuesta, a decirme, ¿Y que pasa si vos perdéis?. No había plan B, me puse rojo y le dije un tímido No sé. Tenía que ganar, porque ya casi siempre ganaba, pero la apuesta era demasiado elevada como para perder. Sumando a todo eso la vergüenza ajena del peluquero, gané y tuve ese corte de pelo gratis. Él último conseguido gracias a la pedigüeñería. Esta palabra, es la única del diccionario que tiene todos los tipos de firuletes posibles (el acento, la diéresis, el punto sobre la i y la virgulilla).

Aunque creo que he salido muy bien parado y feliz por mi niñez, creo que todo lo relacionado con la peluquería me ha dejado marcado. No importa lo que pase, el ritual de cortarme el pelo sigue siendo desagradable y me obliga a recordarlo todo.

El peluquero es una de esas cosas que no eliges al azar y muy mal tiene que darse para que decidas cambiar. Se establece algún tipo de rutina íntima y nos gusta volver siempre al mismo. En mis continuas mudanzas, el tener que elegir peluquería siempre ha sido algo desagradable. Supongo que ya tengo edad y dinero como para elegir a una peluquera heterosexual, pero todavía me gusta un poco revolcarme en el lodazal.

Aún sigo descontento, pero con cuestiones rutinarias. El cutrerío de la prensa que siempre hay en ellas, las conversaciones rutinarias sobre política 2.0, alineaciones de fútbol y mujeres de calendario Pirelli. Que me pregunten si quiero gomina, si me voy a duchar o afeitar hoy o mañana. En cierto modo me gusta, es como cuando uno ha sufrido un accidente de tráfico y le dan un golpe de aparcamiento. Te molesta, pero te hace recordar que los tiempos pasados no siempre fueron mejores.

De entre todos los vergonzantes cortes de pelo de mi infancia, se cuela uno cum laude: cuando a mi hermano mayor le tocó una quiniela de fútbol. La típica quiniela fácil en que se dan todos los resultados predecibles, y hasta el punto de que hasta un niño la puede acertar (en gran parte, que no toda). Ese momento mágico de mi niñez, esa sensación de ser unos triunfadores – triunfó él pero yo me apunté al carro del éxito – de estar en la cresta de la ola. De tener que indagar sobre cómo era el pago de los premios. De estar a otro nivel.

Pero ese recuerdo, que tendría que haber sido uno de los más dulces de la infancia, se empaña porque el escasísimo dinero que apenas dio para un par de cortes de pelo. A tiempo y sin humillaciones. Sin el fantasma del león, íbamos casi con las cola de armiño, al menos dentro de nuestra cabeza, por debajo de tantísimo pelo.

Por detalles como este, y alguno más, siempre estaré en deuda con mi hermano. Y es que los niños no son generosos ni por naturaleza, pero el que, sin titubear, me pagara un corte de pelo es para mi, sin lugar a dudas, el gesto más desinteresado y noble que recuerdo de toda mi infancia.