Estos son los cuatro relojes que tengo y esta es su historia.
Empezaré con el segundo por la izquierda, de la marca Duward, modelo Aquastar. Me lo regalaron mis compañeros del último trabajo normal que tuve, cuando me despedí. Fue un regalo muy elegante, old school. En el pasado, cuando la gente llevaba mucho tiempo en una empresa, se le solía regalar un buen reloj. Hoy en día nadie dura en un puesto de trabajo lo suficiente, así que es posible que mi reloj sea uno de los últimos que tengan algo que ver con la tradición.
En la empresa solíamos recoger 3 ó 6 euros para los regalos. Dependiendo de la persona y de la importancia del evento, se decidía un importe u otro. La tarifa era siempre discutida: de un lado estaban los que eran próximos al homenajeado ─más proclives a las mil pesetas─ y del otro los que simplemente pasaban por el aro de la presión social y el hoy por tí mañana por mí. Cuando se pedían 3 euros, casi todo el mundo apoquinaba, porque tampoco era el fin del mundo. Pero los regalos de 6 euros se encontraban con una participación siempre algo menor, que podía poner en cuestión la conveniencia de pedir más para acabar ganando menos.
Creo que ese Duward se corresponde con una recogida de seis euros: es ambicioso en las intenciones, pero falla en la realidad de compañeros que pasan de pagar dinero por alguien con quien no se llevaban tan bien. Era el último regalo que pudiera esperar: tenía ya otros dos relojes que solía llevar a menudo y normalmente los regalos que se hacían a otros compañeros eran mucho peores. Por superstición nunca me preocupé por mirar cuánto podía haber costado, pero ahora con Internet puedo estimar que el precio estaría en torno a los 150-180€, algo que se escapa por completo a los exiguos y llenos de ausencias presupuestos de seis euros. Así, termino por pensar que alguno de mis mejores compañeros puso bastante más que eso. Posiblemente fue un regalo diferente, en que unos pocos y muy buenos compañeros pusieron mucho dinero.
Que fuera un buen regalo no está reñido con que lo considerara totalmente inadecuado. Ahora tenía 3 relojes que alternar, cuando con uno bueno me hubiera bastado. De los cuatro relojes es posiblemente el más estiloso, pero el que menos se ajusta a mi estilo propio, de persona a la que viste su madre.
Vamos ahora con el primero por la izquierda: Zodiac Speed Dragon. Este reloj me lo regalaría mi expareja. Hace años, cuando se decía expareja era para dejar abierta la posibilidad de que esa persona fuera también un maromo. Con los tiempos modernos, hemos conseguido trascender y ahora también recoge connotaciones de malos tratos, denuncias falsas o no, pasos por juzgado y niños a los que no ves cuando quieres. En mi caso lo pongo no porque me dieran por culo ─de una forma u otra─ sino porque las digresiones sin sentido son la esencia misma de este blog.
Es posiblemente el regalo más desacertado que he recibido jamás. Lo vi un reloj pretencioso, quiero y no puedo con correa de cuero. Lo imaginaba el típico reloj de la gama más baja dentro de una categoría de relojes de calidad media. No digo que en su momento no me gustara, pero es solo ahora que me he dado cuenta de que ese reloj de segunda habría costado entre 200 y 300 euros, una cantidad totalmente desmesurada para un regalo de cumpleaños. Fue un acto muy generoso pero quedó totalmente oculto entre la humildad de la regaladora y la superstición y falta de conocimientos del mundo de los relojes por parte del agasajado.
Hay que tener mucha modestia para hacer un obsequio tan caro, que la otra persona no se de cuenta y no traer a colación la distracción que está ocurriendo. Era, desde luego, un regalo que habría sabido apreciar mucho mejor si hubiera sabido lo que había supuesto comprarlo. Ahora en perspectiva, lo veo un error: se suele decir que lo que cuenta es el detalle, pero si no eres conocedor del alcance del detalle, la estás cagando por completo.
Vamos ahora al tercer reloj empezando por la izquierda. Un Sturmanskie Traveller comprado como auto regalo en San Petersburgo. Me costó unos 150€ al cambio, pero con el deterioro implacable del rublo, desde que lo compré hasta que el banco se llevó el dinero de mi cuenta, me había ahorrado por lo menos un 10%. Antes de ese viaje había estado indagando sobre qué podía llevarme de recuerdo de un país asín. Con el total desconocimiento del mundo de los relojes que estoy plasmando en este artículo, me tropecé con alguna descripción de los relojes Raketa. Una de las pocas marcas rusas que tiene algo de prestigio en el exterior, sus relojes tienen cierto reconocimiento. Entre los modelos más famosos, existe una curiosa serie de relojes pensados para el Ártico.
En el Círculo Polar Ártico la medida del tiempo crea problemas inesperados por latitudes más soleadas: noches interminables alternadas con días sin luna hacen que algo tan baladí como distinguir entre las 8 de la mañana y las 8 de la tarde no siempre resulte obvio. Así, Raketa creó una serie de relojes que rompe uno de los patrones de diseño más común: el reloj con la esfera de 12 horas da paso a una versión diferente, con 24 horas.
Un cambio tan sencillo tiene sin embargo grandes implicaciones en el diseño. El minutero tiene que seguir recorriendo el mismo espacio de la esfera, pero ahora la división de 60 minutos en grupos de 5 no funciona: al tener 24 horas ya no hay una forma exacta de dibujar los minutos basados en las señales de las horas. Las horas pares coinciden con los bloques de minutos tradicionales, pero las horas impares quedan entre dos señales de minutos que causan algo de desasosiego estético.
Vamos ahora al último reloj, el primero por la derecha en la foto: un Swatch convencional, elegido en un Corte Inglés como regalo a la carta. Si los otros relojes no encajan del todo con mi gusto estético, este suple su adecuación con la impersonalidad de un regalo elegido por uno mismo, comprado antes de la verdadera fecha del cumpleaños y de precio conocido. La elección se corresponde con mi poca vista y el gusto por poder saber la hora sin tener que pensarla ni una fracción de segundo. Muchos relojes modernos están llenos de florituras que dan elegancia pero quitan claridad. El Deward, por ejemplo, no tiene escritas más que cuatro cifras: 2, 4, 8, 10 y las agujas tienen poco contraste sobre el dial. Otros relojes son literalmente oscuros. Este Swatch no es muy complejo, pero si tuvieras que elegir un reloj sobre el que explicar la hora a un niño, sería ese.
Su aparente simplicidad estética se compensaría con su compleja personalidad. Nada más salir de la tienda, de forma inexplicable, el reloj dejó de funcionar. Hubo que volver a la tienda a que lo miraran y un simple cambio de pila fue suficiente para que volviera a la vida. El caso es que pasaron los años y el reloj siguió funcionando con total normalidad. A cada año que pasaba, el cambio de pila se volvía más y más siniestro. Al final, puntual como un reloj, exigió un nuevo cambio a los 10 años, lo que me llevaría a pensar. ¿Cómo es posible que un reloj al que la pila le dura, literalmente, diez años, se agotara el mismo día que me lo compraron?
Ese reloj nunca tuvo muy buena presencia. Agotó tres correas de cuero, cumpliendo el dicho de que el dinero del pobre va dos veces a la tienda (o incluso tres), antes de aceptar el desembolso de una correa de metal que costaba casi tanto como el reloj original. Su presencia desgarbada, sería la causante de que años después, primero una expareja y luego unos compañeros de trabajo, consideraran que necesitaba un reloj nuevo.
Incluso yo mismo, pasados los años, decidí que tenía que encontrar el reloj perfecto y que ese sería un Raketa Artic. Pero la conjunción de un rublo débil con una extraña moda prehipster llevó a que los Raketa estuvieran a precios exorbitantes para cuando tenía pensado hacer mi viaje a San Petersburgo. El Sturmanskie era una buena alternativa, encajando totalmente con mi estilo: parece un reloj más barato, como el Zodiac de la correa de plástico. Muestra mi totalmente desprecio hacia las marcas, entrando casi en una versión de marca blanca de un reloj famoso. Y tiene la esfera más clara que un reloj tan complicado puede permitirse.
Ese Sturmanskie alimenta su personalidad con el hecho de que lo compré a pocos pasos de donde solía vivir Dostoievski, entre las calles que él menciona en algunas de sus más famosas novelas. No es del todo descabellado pensar que en la misma tienda donde conseguí ese reloj de pijo low cost, Dostoievski había comprado el pan hace casi dos siglos.
En algún momento impreciso de esta historia, tras su puntual cita con el cambio de pila, el Swatch del principio había dejado de funcionar. Con tan elegante competencia, no fue un mayor problema. No sé si tanto por ser un regalo como por el hecho de que, de alguna forma, los relojes capturan la historia que hay detrás de ellos, decidí darle una oportunidad con un cambio de pila que, desgraciadamente, no fue suficiente. El reloj pasó a una caja como paso previo a acabar en la basura ─los objetos tienen un ritual según el cual van degradando su existencia antes de desaparecer. Primero van a una caja elegante, luego a un cajón de sastre. En cuanto entran en una bolsa, ya están con un pie en el contenedor de la basura.
La historia del Swatch sin embargo se cruzaría con la del Deward. Este, más pijo pero con peor corazón, acabó gastando la pila poco tiempo después de ser regalado. El Sturmanskie, que se activa con el movimiento de la muñeca, no necesita pilas, pero aún no era ni siquiera un proyecto. Antes de llevar el Deward a recargar, pasó un tiempo descansando junto al Swatch cadáver. En un gesto desesperado y que en realidad acercaba más al Swatch al contenedor de la basura, lo paseé hasta la tienda del relojero el mismo día que preparaba la vuelta a los ruedos del Deward.
El relojero, un personaje peculiar que daría para otra historia en sí misma, limpió el reloj con la esperanza del que está acostumbrado a producir milagros, y ese gesto, junto con un cambio de pila, fue suficiente para que el destrozado Swatch volviera a la vida con una promesa firme de vivir diez años más.
Años después, volvería al mismo cirujano con mi reloj de ajedrez, que es como el de la siguiente foto.
Los relojes de ajedrez sirven para medir el tiempo que tiene cada jugador para reflexionar en una partida. Tienen dos botones encima, cuando uno se pulsa, se para uno de los relojes y se activa el otro. Es de esa forma como se registra el tiempo que cada jugador ha consumido en una partida de ajedrez. Estos relojes se han convertido en auténticas reliquias, sustituidos hace décadas por los electrónicos, mucho más claros en mostrar el tiempo restante. Con los relojes electrónicos sufro la brecha tecnológica en mis carnes. Un jugador muy asiduo de ajedrez en la época analógica, la llegada de los relojes electrónicos me pilló retirado y ahora soy como uno de esos abuelos que no saben manejar un teléfono móvil: a pesar de mi muy digno nivel ajedrecístico, no sé cómo se ponen en hora los relojes analógicos de ajedrez.
El reloj de ajedrez de madera de esta historia fue muy probablemente un regalo, pero ya no consigo precisar exactamente de quién y en qué condiciones. Era una de esas tecnologías antiguas pensadas para durar toda la vida. Y así sería, lo tengo desde hace unos 30 años. La única pieza frágil en un mecanismo casi perfecto diseñado en Alemania es la manecilla de plástico que se usa para ajustar la hora del reloj. Con el paso del tiempo, dichas manecillas no se rompieron sino que se desintegraron.
Tras haber sido testigo del milagro del relojero, pensé que para él sería una fruslería simplemente encontrar unas piezas de plástico compatibles. Pero no fue tan sencillo como esperaba. No pudo, desde luego, hacerlo en un primer intento. Le dejé el reloj, con la promesa de una llamada una vez estuviera solucionado el problema. Pero la llamada tardó demasiado en llegar. Tras un par de visitas infructuosas a su tienda, me lo llevé de vuelta a casa tal y como lo había dejado. Es curioso como un mismo profesional puede dar dos imágenes tan distintas: en la primera salvó un reloj que otros habían dado por desahuciado de la vida. En la segunda dejó totalmente olvidado mi encargo durante meses. Creo que en la vida uno no debe guiarse por los promedios, prefiero un relojero como este, con sus ventajas e inconvenientes, a uno anónimo del que no sé nada.
Otros tiempos, otras costumbres. Ahora la gente tiene relojes para medir los pasos y las pulsaciones. Los jóvenes ─o aspirantes a no dejar de serlo─ posturean con los Casios que vuelven a la moda. Los que como yo sean viejos atrapados en el cuerpo de un joven, comprenderán algo de esta historia. Ahora con mi reloj automático y sin pilas del barrio del Dostoievski, siento que la historia se ha vuelto contra mí. Ahora soy yo el que tengo que alimentar la vida del reloj, moviendo la muñeca de vez en cuando. Si quiero que estos relojes traidores sigan contando mis horas, tengo que seguir cuidando de ellos hasta que se me acaben las horas: nunca regaléis relojes.