El mito vegetariano es un libro de Lierre Keith publicado en 2009. En el narra su traumática transformación desde el veganismo hacia la alimentación omnívora (o simplemente: normal).
Con el paso de los años las dietas vegetarianas y veganas —que en el pasado eran una alternativa prácticamente marginal— se ha ido convirtiendo en una de las opciones más comunes, especialmente entre aquellos con educación superior. Los porcentajes no pueden saberse con precisión, pero es muy posible que superen al 10% de la población de los países más avanzados —en los países pobres se come lo que se puede.
Los paradigmas veganos o vegetarianos se basan en tres premisas principales:
- Eludir la explotación de los animales criados en condiciones brutales para ser convertidos en alimento humano.
- Alertar sobre la insostenibilidad del modelo de alimentación actual, considerando que destruye el planeta y no puede tener una continuación indefinida en el tiempo.
- Defender la dieta sin alimentos de origen animal como más saludable. O al menos, como una opción viable.
La autora del libro hace una dolorosa destrucción de esos tres principios. Y digo dolorosa por cuanto toda su vida fue una vegana activista y muy instruida. Sin embargo, su propia experiencia personal y el paso de los años le han llevado a dar el nada fácil paso de cambiarse de bando. Y no solo abandonar el veganismo, sino sentirse obligada a convencer a los que aún lo practican de que deben aceptar su error.
Es obvio que un libro así ha sufrido durísimas críticas y ataques. Se trata de un colectivo con un nivel educativo elevado, que suele tomar una decisión bastante informada. Pero aún así, para tratar de defender un mundo más justo y pacífico, tienen una actitud enfervorecida contra aquellos que los critican, tengan o no razón.
Uno de los primeros resultados cuando se busca el libro es una crítica desde un blog vegano:
Es casi imposible hacer una crítica de este libro: está tan lleno de informaciones equivocadas y confusas que refutar cada una de sus premisas necesitaría de un libro en sí mismo.
La nota media de las valoraciones de Amazon es 3,7/5 pero está llena de votos de 1/5 con críticas feroces.
Referencias de baja calidad, simplemente sin sentido
Decepcionante
Tonterías
Basura
Desinformación, ¡No lo leas!
Personalmente me ha parecido un libro muy trabajado, lleno de referencias personales a la vida de la autora. Sirve para condensar todas las ideas que uno tiene sobre las incoherencias de esta dieta —o de la mayoría de las personas que la siguen.
Comienza con una visión de la pirámide alimentaria mucho más extensa que la trivialmente simplificada que se centra en el hombre, los animales de granja y las plantas. Es interesante la visión que plantea: hay una dualidad entre animales y plantas que jamás se considera. Cuando piensas en naturaleza no te imaginas un campo sembrado de trigo, o de patatas —no dejan de ser lugares bastante desolados y un tanto lúgubres— imaginas el Amazonas y largas selvas llenas de espesa vegetación. Del mismo modo, se piensa en animales y se imagina uno tiernos perros o simpáticas ovejas. Pero no despiadados tigres o simplemente la extensísima variación del mundo de los insectos. En la defensa del veganismo se suele jugar con estas dualidades a conveniencia pero la realidad es sencilla: si tú te comes una patata, no se la comen los insectos que viven de la patata. Y si no se la comen ellos, se mueren. Muriendo esos insectos, mueren los pájaros que viven de alimentarse de ellos. Se forma una cadena de destrucción inevitable que se basa en una premisa brutal de la Tierra: o comes o eres comido. Así, cuando comes una patata, eres libre de ignorar los cadáveres de molestos insectos. O las víctimas colaterales. Pero están ahí.
Luego se puede mirar el otro lado de la balanza: los animales salvajes que se alimentan de otros animales son considerados un problema por una parte de la comunidad vegana. Es una desquiciada controversia discutir si los tigres y los lobos tienen o no derecho a vivir asesinando otros animales. No hay moral en el instinto animal, ellos entienden que hay que comer para vivir y no tienen mayores preocupaciones. Cuando un lobo consigue entrar en una granja de pollos suele matar a docenas de ellos, su instinto destructor es incluso superior a su instinto de conservación.
Al mismo tiempo surge la despiadada pero aparentemente pacífica vida de los animales. Criamos a los pollos que nos comemos en unas condiciones indignas: a veces viven encerrados en una jaula toda su vida, son alimentados sin descanso y no se les apaga la luz por la noche para que duerman menos y coman más, engordando en menos tiempo. Pero, ¿Has visto alguna vez cómo es la vida de una comunidad de pollos libre de la presencia humana? Se establecen las típicas jerarquías entre animales: los más grandes y fuertes comen casi todo. Los pequeños suelen sobrevivir al borde de la desnutrición y a menudo están llenos de heridas por agresiones de los animales dominantes. Una vida envidiable comparada con la de jaula: vivir enfermo, con miedo y hambre toda tu existencia.
Limitarse entonces a no comer animales en una especie de acto por salvar el mundo es moralmente noble pero simplista hasta casi rozar lo infantil. En una historia de cientos de páginas, quedarse con la bonita portada y las imágenes fáciles de comprender.
El argumento que más me ha gustado de todo el libro es la defensa de un tercer agente en que nunca se piensa: el suelo. La base de toda la cadena alimentaria, sus minerales son los nutrientes que alimentan las plantas. Pero no solo a ellas: millones de minúsculos insectos, gusanos, hongos, bacterias y un cultivo vivo que, la moderna agricultura, destruye irremediablemente.
Porque la verdadera naturaleza sostenible no son plantaciones de manzanos ni de lechugas: son los bosques, el ecosistema donde se consigue un verdadero equilibrio, donde todos los agentes, desde el suelo hasta el tigre, tienen opciones de encontrar su alimento sin que ninguno de ellos sea abocado a la destrucción.
En la argumentación contra la defensa política del veganismo como un sistema sostenible de alimentación se establecen un par de puntos irrefutables.
De un lado, los supuestos cultivos sostenibles, donde se plantan diversas especies —normalmente recurriendo a las legumbres— que consiguen complementar el consumo de minerales. Un cultivo así es bastante respetuoso con el suelo, permitiendo al menos en el plano teórico cosechas ilimitadas. ¿El problema de un cultivo así? Es prácticamente inviable una dieta basada exclusivamente en estos cultivos de tan pocos productos, que además sólo pueden darse en ciertas partes de clima suficientemente benévolo. Imagina una dieta vegana sin cereales de ningún tipo y sin soja: morirías. Además, condenarías a regiones enteras del planeta, como los países nórdicos, donde el clima hace esta agricultura totalmente imposible.
El otro punto difícil de contrarrestar es que toda la industria de la agricultura se sustenta en los fertilizantes químicos. Estos son obtenidos en los cultivos a gran escala como un derivado más del petróleo: con un proceso químico que exige grandes cantidades de energía, se consigue extraer el nitrógeno de la atmósfera. Un proceso aparentemente muy ecológico si se ignora la necesidad de energía: el aire está lleno de nitrógeno. Como siempre, se puede argumentar que esa energía podría ser geotérmica o eólica, pero la realidad es que es petróleo quemado en la mayoría de los casos.
Así, para tomarte una lechuga necesitas de fertilizantes químicos, porque el suelo está agotado: las plantas que consumimos lo dejan sin nutrientes a corto plazo. Dependes del petróleo para tomar cualquier verdura.
El mayor problema que he descubierto leyendo este libro es la separación entre los animales y las plantas en las granjas. En el pasado —o en algunos países que viven en él— animales y plantas formaban un ecosistema bastante sostenible. Los animales comían hojas del campo, gusanos de la tierra y al mismo tiempo fertilizaban los campos. Con un sistema así, se puede llegar a un modelo casi autónomo y perdurable en el tiempo.
Pero la obsesión por la optimización ha convertido algo tan simple en una auténtica locura. Se ha mejorado tanto el cultivo de cereales— gracias a los fertilizantes químicos— que es más rentable darle cereales a los propios animales. Ahora bien, con la moda de ser intolerante al gluten puede entenderse esto: los animales de granja no han nacido para ser alimentados exclusivamente a base de cereales. Especialmente las vacas, cuyos voluminosos estómagos están diseñados para digerir hierba —con la ayuda de unas bacterias— en modo alguno trigo o maíz. Algo similar ocurre con los pollos: hoy en día se vende como una vuelta a lo tradicional y más sano, el pollo de corral alimentado exclusivamente a base de maíz. Los animales, alimentados así, engordan más y crecen más rápido, pero son animales enfermos, que no llegan a morir de esa enfermedad porque los matamos mucho antes. Santo Dios, simplemente imagina cómo será la vida de un pollo que ya está amarillo por dentro. Los pollos de forma natural tienen una dieta errática y confusa, pero en la que los gusanos son el plato más deseado.
Los animales, al mismo tiempo, son explotados de forma masiva por lo que sus desechos, que son un fertilizante natural, no pueden ser aprovechados correctamente. Es más, suelen convertirse en un problema y una fuente de contaminación del agua de la región donde se sitúa la granja.
Así, gran parte del problema con los animales no es cómo los matamos, o si nos miran a los ojos. Es que viven una vida miserable, comiendo lo que trae cuenta darles de comer, por los excesos de la agricultura.
Finalmente queda el punto de lo saludable que pueda resultar la dieta vegana. Está claro que el simple hecho de seguir una dieta ya implica una aproximación consciente hacia lo que se come y ya es parte de la solución. Pero de todos es sabido que es una dieta incompleta: no aporta vitamina B12, que tiene que ser aportada con suplementos nutricionales.
Ahora bien, no es solo el problema de la vitamina B12. Muchas otras vitaminas y nutrientes, que se encuentran de forma abundante y fácil de absorber en productos de origen animal, no son nada fáciles de encontrar en la dieta vegana. La autora del libro cuenta la lucha en su vida contra la continua enfermedad, que jamás quiso achacar a la dieta que ella seguía.
Los problemas de salud relacionados con la dieta vegana son un tema ineludible, a pesar de que en numerosas ocasiones se trate de argumentar justamente lo contrario. El gran punto a favor de la dieta vegana es que es una forma consciente de comer: hay que tener presente la composición de lo que se está tomando en cada comida para evitar tomar algún ingrediente de origen animal. Esto excluye a muchos de los productos más procesados o infames de la dieta, lo que de por sí es una gran ventaja. Pero en igualdad de condiciones, una dieta saludable es relativamente sencilla y barata cuando se comen productos de origen animal y un complicado ejercicio de perfección cuando se hace con una dieta vegana.
Las dietas sin alimentos de origen animal son especialmente complicadas cuando se traslada a niños y pueden afectar a su desarrollo normal.
Según un estudio, el 28 por ciento de los niños veganos tenían raquitismo durante el verano y en invierno el porcentaje subía hasta un 55 por ciento.
Un punto delicado y siempre negado agresivamente por los defensores del veganismo es su estrecha relación con la anorexia. Nadie ha podido estudiar su relación directa porque no hay patrocinadores al respecto, pero la estadística que muestra el libro es:
Entre un 30 y un 50 por ciento de las niñas y mujeres buscando tratamiento contra la anorexia y la bulimia eran vegetarianas.
Y en una cita no muy amigable:
El veganismo es, mitad secta, mitad trastorno alimenticio.
Y es que no pocos se aprovechan de la existencia de esta dieta ‘de moda’ para subirse al carro aprovechando uno de sus atributos: da una excusa para no comer lo mismo que los demás o cuando los demás lo hacen. Una excelente coartada para quienes no tienen una saludable relación con la comida.
El libro tiene uno de sus apartados más interesantes cuando empieza a referirse a la soja, especialmente en forma de tofu: uno de los productos milagro en que se sustenta la alternativa vegana. A mi la soja nunca me ha inspirado confianza, aunque solo sea por el hecho de que una gran mayoría de la que consumimos proviene de China. O peor aún, proviene de varios países —ninguno de los cuales es europeo— a la vez.
La soja se comenzó a plantar por sus raíces, al ser una planta para proteger el suelo de la erosión, no como alimento. La soja contiene tantos antinutrientes que no es comestible para los humanos salvo con un montón de procesamiento, muy superior al de otras especies.
El tofu, que no es un producto fermentado, se inventó en el año 164, mientras que el tempeh, su versión fermentada, comenzó a fabricarse en torno al 1600. Los monjes tomaban tofu porque les ayudaba a mantener su voto de castidad: los fitoestrógenos de la soja disminuyen los niveles de testosterona y de paso, la líbido. “Excepto en lugares con hambruna”, escribe la experta en soja Kaayla Daniel, “el tofu se servía como condimento, consumido en pequeñas cantidades, normalmente en el caldo de pescado, no como un plato principal”. En China se comía la soja sólo en las peores época de hambruna —momentos en los que también se comían a sus hijos.
La soja es también un conocido goitrógeno. Los investigadores saben desde la década de 1930 que la soja puede debilitar o permanentemente dañar la tiroides si se toma en demasiada cantidad.
Hay más de trescientas especies de plantas que producen fitoestrógenos, pero la soja es la única que consumimos los humanos.
Esto es lo que comes cuando comes soja: un subproducto industrial. La soja que crece en el campo no es de hecho baja en grasa. Tiene un 30 por ciento de grasa. Hace mucho tiempo se le plantaba por su aceite —no porque la gente lo comiera, sino para usarlo en la producción de pintura y pegamento. En 1913 el Departamento de Agricultura de EEUU mencionaba la soja como un material industrial, no como comida.
Eliminar el regusto que deja la soja es una tarea especialmente complicada. El indeseable amargor, el sabor agrio y astringente son características que vienen de fosfolípidos oxidados (lecitina rancia), ácidos grasos oxidados (aceite de soja rancio), los antinutrientes llamados saponinas y los estrógenos de la soja llamados isoflavonas. Estos últimos son tan amargos y astringentes que te dejan la boca seca. Esto ha dejado a la industria de la soja ante un dilema. La única forma de hacer que la leche de soja tenga un sabor que agrade a sus consumidores es eliminando algunas de las toxinas que precisamente han estado promocionando como beneficiosas para prevenir el cáncer y bajar el nivel de colesterol.
En la década de 1970, el aislado de proteína de soja consiguió la autorización para ser utilizado como ingrediente del cartón. Los investigadores estaban preocupados de que la nitrosamina y la lisinoalanina pudieran filtrarse del cartón y entrar en la comida. Cuarenta años después, es más seguro comerse el cartón que la propia comida. Cien gramos de proteína de soja al día pueden significar consumir treinta y cinco veces los niveles de nitrosamina considerados entonces como seguros.
El libro deja un regusto amargo, muy de soja, por mostrar tantos aspectos desagradables del modo de vida que vivimos. La población mundial es insostenible, siquiera en el medio plazo. La autora termina con un alegato a que no la hagamos aumentar aún más. Pero el problema son los países del tercer mundo, donde realmente crece la población de forma descontrolada y que no pueden permitirse el lujo de elegir lo que comen. El mundo es complicado, no hay soluciones sencillas.
Quiere hacer lo que está bien. Los vegetarianos tienen un plan completo para ella. Es simple. Puedes crear justicia para los animales, para los humanos empobrecidos y para la tierra si comes cereales y legumbres. Esta simplicidad es parte de su atractivo, en parte porque a las personas nos suelen gustar las reglas sencillas.