Érase una vez un país que se debatía, por su localización geográfica y su historia, entre sus vecinos del este y del oeste.
Los del este compartían un pasado a veces traumático, pero tenían mucho en común con ellos, cultural e históricamente. Hasta compartían el idioma.
Los vecinos del oeste sin embargo significaban lo nuevo, el futuro, que siempre se presume como mejor.
Cada vez que había unas elecciones, a diferencia de en otros países, la discusión entre derecha e izquierda era literal: unos defendían las relaciones con el este, otros con el oeste. Está claro que no importa quién ganara, el oponente siempre iba a tener un importante porcentaje.
En las últimas elecciones de este país ganó el este – digamos que por un 60% sobre un 40%. Se podría cuestionar si estas elecciones fueron justas o no, o si los oponentes tuvieron las mismas oportunidades – algo que casi nunca ni sucede ni importa. Pero fue el resultado electoral.
Las propuestas de colaboración que había sobre la mesa eran bastante diferentes. El este prometía mucho dinero en efectivo, sin condiciones. El oeste dejaba sobre la mesa una cantidad ridícula, pero prometía el infinito, siempre y cuando se fueran cumpliendo sus condiciones.
Llegaba el momento de decidir qué acuerdo tomar. El gobierno optó por la que parece una decisión inteligente – se pueden tomar decisiones acertadas incluso cobrando maletines – asociarse con el país que prometía más por menos. Pero a pie de calle se veía como una simple decisión entre un amor viejo y uno nuevo.
El pueblo ni entiende de cifras ni parece que le importen demasiado, hasta que estás acaban llegando a sus bolsillos.
– ¿Un acuerdo con Suecia o con Kenia?
– Prefiero con Suecia.
– ¿Has leído el acuerdo?
– ¿Había que mirarlo?
Y como no echaban mucho el televisión, los miembros de ese 40% que había perdido las elecciones, se echaron a la calle a protestar. Como siempre ocurre con cualquier tipo de protesta, no hay forma razonable de manejarla. Si eres blando, los manifestantes se crecen. Si eres duro, se enfadan. Al final la protesta se fue recrudeciendo.
La prensa del oeste, a la que le encanta la democracia popular y las buenas fotos, se volcó en difundir las manifestaciones en este dividido país. Hasta el punto de dejar en un segundo plano a Venezuela, histórico favorito para mostrar imágenes que hacen que parezca que está al borde de la guerra civil.
El mensaje de la prensa, siempre benévola en sus intenciones, era sin embargo que en este país el gobierno estaba tomando decisiones impopulares, sin tener en cuenta a la gente de la calle. También la prensa se ensañó en mostrar que el oeste estaba tendiendo la mano: queremos ayudaros, venid con nosotros.
Que murieran 100, 1.000, 100.000 personas en esas manifestaciones, no cambia ni una coma de que el gobierno – corrupción de por medio o no – había tomado una decisión económica probablemente muy acertada, e importante para un país que se encontraba en una delicada situación económica.
Llamativo era, sin embargo, que el oeste, famoso por su defensa de la democracia como el mejor de los gobiernos posibles, estuviese tan contento con que un gobierno democráticamente elegido tuviese serios problemas para sobrevivir merced a revueltas civiles. Está claro que los gobiernos pueden tener agendas secretas, pueden tratar de usar mano izquierda para conseguir que ese país tan problemático firmara el acuerdo que ellos querían. Pero, ¿Y la prensa? ¿Por qué tenía que ofrecer un apoyo tan trapero, con una lectura de discurso tan simplista? En el oeste todo el mundo tenía claro quiénes eran los buenos y quiénes los malos. En el este sin embargo, un relativo silencio imperaba.
Como no podía ser de otra forma, las cosas se fueron de madre y acabó dimitiendo casi todo el gobierno de ese país. El presidente tuvo que abandonar la capital. Un gobierno interino, formado por la oposición a los que ganaron las elecciones, tomó el control del país.
Este gobierno se encontró con un país bastante peor a como estaba antes de que comenzaran las revueltas. Mientras la gente protestaba en la calle, los recibos de la luz y el gas seguían llegando religiosamente. Los intereses de la deuda habían aumentado, una deuda que de por sí ya era bastante molesta.
En el oeste la prensa se jactaba del triunfo de la democracia. Realmente costaba creerlo, con solo usar un poco de imparcialidad. Nos interesaba esta democracia porque es la que se quería aliar con nosotros. Pero no es el tipo de democracia de la que hablan los libros de texto, en que los votos de retrasados mentales, personas que no saben leer y de jubilados deciden quien gobierna un país.
Al final el oeste se había salido con la suya: tenía un nuevo gobierno y el acuerdo sobre la mesa, dispuesto a ser firmado. Pero tras ser pisoteados e ignorados durante varias semanas, el 60% que había perdido la manifestación empezó a hacerse notar. Al parecer, también querían formar parte de las decisiones de su país.
Y fue entonces cuando se produjo un extraño giro de los acontecimientos: una parte de ese país, donde los simpatizantes con el este eran la inmensa mayoría, decidió realizar una revuelta. En este caso la revuelta no fue sangrienta, ni hubo represión policial o militar. Casi toda la población estaba de acuerdo. Aunque a ojos del oeste, se trataba de una revuelta ilegal. Que extraña doble moral: manifestarse con cócteles molotov sí era democracia.
Y esta región de este problemático país tiró de democracia de libro: votaron en su parlamento que querían irse con el vecino del este. Pero por si acaso, convocaron también un referéndum, que se votó y ganó por una mayoría que no se consigue ni con las elecciones manipuladas de algunos países de África. ¿Si la gente vota, no es democracia directa?
Pero no, al parecer la base de la democracia tiene más que ver con que las fronteras de un país no cambien jamás, aunque luego la historia nos recuerde que están en continuo movimiento.
Desconcertado, el país del oeste decidió cargar contra el del este: era culpa suya. Pero por si acaso lo hizo de forma velada, amenazando con amenazar. Porque al final, ese país del este tenía la clave a gran parte de la distribución de energía que necesitaba el vecino más democrático.
¿Pero por qué un país tan moderno e inteligente se mostraba tan frágil en un aspecto tan estratégico? En gran medida porque la energía siempre ha sido una cuestión impopular. La gente quiere pagar lo menos posible, y no le importa el acuerdo que se firme para ello. Si un gobierno democrático quiere quedarse en el poder, tiene que poner sobre la mesa un recibo de la luz asequible. Nadie está dispuesto a pagar más por tener más libertad en el futuro. Las alternativas reales – energía nuclear y renovables – hacen perder elecciones.
La única forma de mantener la democracia en el oeste era firmando un acuerdo energético con el este. Pero ese país dividido entre el este y el oeste tendría que haber firmado el acuerdo con nosotros.
Las actitudes directas del este pueden resultar chocantes, demasiado bruscas para la actitud velada, pasivo-agresiva, femenina, de los gobiernos más democráticos. Si piensas en los dirigentes del este y el oeste, como si fueran dos padres que vienen a defender a sus hijos tras una disputa en el colegio, está claro que todo el mundo querría que su padre fuera el tipo duro del este. Pero como nos ha tocado el otro, tenemos que racionalizar, nuestro padre y sus formas veladas, son el camino.