Mi primera experiencia con el comedor de empresa fue volviendo del restaurante. Se oía un enorme estruendo y le pregunté a uno qué era aquello. “El comedor de empresa”, me respondió.
Lo que tendría que haber sido una experiencia de negación y rechazo, se convirtió en la llamada de la selva. Yo sabía que mi sitio estaba allí. Entre vociferantes comensales y no en restaurantes a precio tasado que perjudicaban mi hígado, mi estómago y mis niveles de colesterol. Poco después de aquella revelación, fui por primera vez con mi tartera a comer a donde los pobres y ya no volvería salvo ocasionalmente al menú de falso ejecutivo.
Aparentemente se establece una división entre dos tipos de comensales: Los que prefieren la quietud del tupper conocido y los que dan prioridad a la cocina profesional. Está el que huye del aceite de enésima fritanga y el que evita la molestia de transportar comida de casa. Sin embargo, ocurre a veces que uno se encuentra en una de las dos opciones sin haber tenido capacidad de elegir. A veces donde trabajas no hay comedor. O no hay restaurantes. O uno no gana lo suficiente como para comer fuera. O te pagan en parte con tickets de restaurante. Salvo en mi actual empresa, nunca antes pude elegir. Siempre fue comer en casa o en restaurante. Ahora sin embargo soy un animal del comedor de empresa.
¿Quiénes comemos en el comedor de empresa? Es difícil encontrar patrones definidos, pero creo haber llegado a algún tipo de conocimiento del asunto. En el comedor no suelen comer:
– Los que no saben cocinar. Y es que aunque sorprenda hay muchísima gente que no tiene ni idea de lo más elemental, hay quienes se sienten torpes hasta en el manejo del microondas. Lo veo a menudo y me muevo entre clase media muy medianita.
– Los que no saben limpiar. Hay quienes no están sueltos en el manejo de cubiertos de plástico o de doble uso. Hay quien no puede comer sin manchar dos vajillas, sin un plato para el primero, otro para el segundo y otro para el postre. Cuando uno no está suelto en el no ensuciar es porque no conoce bien ese infame oficio del limpiar.
También hay un grupo enorme de gente, quizás el que más, que entiende el comer en comedor de empresa como algo cutre, propio de chusma, un sucedáneo de otra cosa. Lo veo en aquellos que aprovechan cualquier oportunidad para comer fuera: hoy porque es viernes, mañana porque tienen paella, hoy porque dentro de un mes es mi cumpleaños. Hay gente que come casi a diario en el comedor pero que siente la necesidad de salir al menos una vez en semana.
Gran parte de este desprecio a la comida del comedor se debe al tupper con que nos presentamos. Si es un tupper de subproducto recalentado, algo que sabemos que no va a estar muy bien, podemos añorar nuestras costillas de cerdo con patatas descongeladas del restaurante. O la monótona ensalada mixta. Si lo que nos espera es una lata mal abierta y peor presentada, es normal evitarla a toda costa.
Después de tanto tiempo de observación en el comedor de empresa me sorprende ver cómo la gente no tiene apenas nada que comer en casa. El lunes son sobras del fin de semana, normalmente algo preparado por la suegra o la madre, restos del cocido. El martes un intento fallido de plato interesante, austero pescado al horno con verdura de guarnición. El miércoles se trata de restaurar los niveles de colesterol: albóndigas de un tupper rescatado del congelador. Y patatas fritas de bolsa. El jueves se cierne la desesperación: pasta con tomate frito de bote. El viernes se consuma el desastre: cogollos enteros, un tomate que se trocea en la misma sala de operaciones, una lata de atún. El chorro de aceite que todo lo mancha salva aquello de ser una ensalada esperpéntica.
Peores menús veo a diario. Sobre todo las mujeres que con la excusa del comer sano se castigan con mayores ausencias. Se llevan una menestra paupérrima que tratan de rescatar a base de chorreones de aceite de oliva. El comer ensalada mixta casi tres veces en semana. Y de plato único. Las grotescas raciones de verdura tratadas de salvar con un trozo de queso.
La lucha de los hombres es más digna, con filetes constantes, con el tomate de bote en todas partes. La preparación es menor pero al menos se resuelve la papeleta de llenar el estómago.
El comedor de empresa es un lugar enormemente íntimo. No sólo ves lo que uno come y cómo lo hace sino que puedes evocar la preparación de ese plato: anoche de prisa y corriendo, por la madre cariñosa, por la esposa que desatiende, por el marido con el que no se puede contar. Ves lo que cada cual entiende como una situación de emergencia. En mi caso siempre es la lata de albóndigas del DIA%, un subproducto digno de las tomas falsas de Viven. Para otros es la lasaña congelada del Mercadona. O una de esas latas de conservas con átomos de verdura.
Muy a menudo se ven mayores crímenes contra el estómago propio: los bocadillos. Porque nada terrible hay en los bocadillos, sino por el hecho de que a menudo el que recurre a esta última solución lo hace en régimen de absoluto abandono. Se van a las tristes máquinas de la empresa, se compran un rancio sándwich de pronóstico reservado, aderezado con la perpetua lata de coca-cola y a vivir que son dos días.
Salvo casos contados, la norma es el comer mal, el llevar productos de primera subsistencia. A mi me redime con mi situación personal, pensando que hay tantos otros que visten mejor y se encuentran mucho más cerca de la indigencia. Muchas chicas pasan hambre, no por los estragos de la anorexia, sino por los de un frigorífico desamparado. Hombres a una pieza de embutido pegados. Gentes a las que te costaría imaginar sobreviviendo dos años más así. Pero que a buen seguro lo harán.
Hay tantas cosas, que resulta difícil contenerse al torrente de información sobre la Humanidad entera que un comedor de empresa nos brinda. Los olores, basta con que alguien pasee su impúdica loncha de salmón para que todo quede apestado. O la macabra coliflor con mayonesa. Es una forma de comer irreverente, en que no se piensa en el lugar donde se hará: un comedor de empresa con microondas rotatorios de escasa limpieza. Uno sólo piensa que le apetecen unas coles, y eso se prepara la noche anterior.
Las comidas exóticas de pacotilla: los reconocibles tuppers de la comida take away de los restaurantes chinos, la comida mexicana de Tex Mex con su repugnante salsa de guacamole por la que alguien merecería morir. Comidas mundi de tres minutos en el microondas.
Es tanto lo que podría decirse. Me resulta difícil decir algo concreto, pero siempre quise escribir sobre el comedor de empresa, un lugar casi onírico. Al final lo que define al comedor de empresa es cada uno de sus comensales. El menú no lo componen croquetas o porciones de pizza, sino personas.
De primer plato, una mujer de cuarenta años que no sabe cocinar. De segundo, un hombre hecho y derecho que sobrevive a base de bocadillos. De postre, una manzana purulenta, de las baratas. De primero, un jefe de sección que lleva productos de olor repugnante. De segundo, una secretaria que come un menú sorprendentemente justo y equilibrado. Un aspirante a gran jefe que no es capaz de sacar la lasaña la noche anterior del congelador. De segundo, una paella de dudosa factura. ¿Si no eres capaz de cocinar una paella decente, por qué tendría que seguirse tu propuesta de reestructuración del Departamento?
Hemos perdido algo tan sencillo como nuestra capacidad culinaria. Los mismos que se mueren de asco a base de bocadillos critican con descaro el menú del restaurante, el día que comieron pagando. Los mismos que toman tortilla precocinada son los que hablan de haber estado en El Chistu. Ver comer a alguien en el restaurante de empresa es como verlo desnudo. Todos nos volvemos más gordos y más viejos en el comedor de empresa. Los romanos no preguntaban ¿A quién conoces?, preguntaban ¿Y tú con quién has comido?